«Uno de tantos» Mi libro

En esta página quiero anunciaros la próxima publicación de mi primer libro «Uno de tantos».

Para invitaros a conocerlo y despertar vuestra  inquietud, voy a publicar el prólogo, escrito por mi amiga Rocío González, a la cual agradezco sus consejos y el tiempo invertido en un escritor novel; y el primer capítulo del libro, aunque debatí conmigo mismo, si abriros boca con el capítulo 1 o utilizar otro con más gancho, me decante por el primero por dos motivos, porque estoy convencido que las obras que salen bien deben empezarse por el principio, y la segunda razón es más emocional que objetiva, y es que este capítulo contiene La Primera Frase de mi libro.

Agradeceros siempre, por estar ahí y regalarme vuestro tiempo. Espero que os guste.

 

Prólogo

 

Todos conocemos el poder de la narración, del contar, escribir… una tradición que en buena medida sustenta la evolución de las personas, en definitiva. Lo que yo no tenía, por mi parte, tan claro es que “cada uno tenemos una historia personal potente, aunque no hayamos sido capaces de identificarla, y nunca la hayamos contado”.

El propio título, “UNO DE TANTOS” ya acertadamente nos refuerza esa idea; el autor es uno de tantos que tienen muchas cosas que contar… y vaya si lo he comprobado es éstas más de 300 págs.

Pero para tratar de explicar lo que significa para mi “UNO DE TANTOS” debo empezar por relacionar esta historia con otra autora; me encanta Natalia Gómez del Pozuelo, que para quien no haya tenido la oportunidad de acercarse a ella, es una licenciada en Empresariales que por diversas razones, y casualidades de la vida también, ha terminado escribiendo. Pues bien, esta mujer reconoce, en un momento en el que trata de describirse, que fue al salir de España y “vivir en diferentes países cuando se dió cuenta de que lo que nos permite sobrevivir como especie no es la inteligencia ni la fuerza, sino nuestra capacidad de adaptación”.

Pepe Balboa, y deben perdonar mi atrevimiento al llamar de forma tan familiar al protagonista y autor de este libro, creo que ha encontrado el modo de expresar esa capacidad de adaptación de la que habla Pozuelo y que ha sido fundamental en su vida (me remito por ejemplo a su etapa en Cataluña, Madrid… Buenos Aires…)

Otra cosa fundamental, y que mi querido Pepe conseguirá en sus lectores, es tocar los corazoncitos. Con la poca experiencia que tengo puedo asegurar que contar historias tiene mucho que ver con la emoción, en el mundo del relato nos hace más convincentes. En “UNO DE TANTOS” adelanto que emoción la van a encontrar, Pepe nos hará partícipes de sus penas, de sus alegrías, de sus travesuras y de sus grandes decisiones…

Compartir historias propias puede ser difícil, sobre todo si eres vulnerable, pero sin duda son las historias más poderosas, y el modo en el que Pepe nos entrega parte de su vida, una gran parte, nos muestra fundamentalmente dos cosas: primero que es una historia poderosa y segundo que este hombre que hace honores al apellido Balboa no es para nada débil, que sí sensible, delicado e impresionable desde sus primeros años de vida.

Conocí a Pepe por casualidad hace ya unos años y él me ha dedicado, consciente o inconscientemente (es totalmente irrelevante) algunas de las mejores frases y reflexiones sobre la vida (cuanto te las agradezco). Pues bien, uno de mis mayores placeres, a medida que avanzaba la lectura, ha sido comprobar que no son frases fortuitas, son un modo de vida… parte de un carácter forjado con el paso de los años y lecciones que él a sus “taitantos” tiene la generosidad de compartir… que seguro, a más de uno nos son útiles.

Gracias Pepe.

Rocío Glez.

 

Vídeo del prólogo

 

 

 

CAPíTULO 1

La vida empieza cada día

Bienvenido, querido amigo, bienvenida, querida amiga. Sí, bienvenidos ambos. Os considero amigos, porque desde el momento en que habéis dedicado unos segundos de vuestras vidas para abrir estas páginas, os hicisteis merecedores, no de mi respeto, que sin conoceros ya lo teníais, sino también de mi agradecimiento, mi consideración y mi cariño. Eso solo se les da a los que comparten con uno su intimidad y los entresijos de sus silencios en horas de soledad. Y vosotros lo estáis haciendo.

Quiero comenzar mi relato partiendo de la premisa con la que siempre intenté jalonar los senderos que yo, El Caminante, he recorrido a lo largo de mi vida: No hay nada tan importante como la importancia de no haber nada importante.

Muchas veces me he planteado hacer un recuento de algunos momentos vividos. Las mismas que me he preguntado, quién podría tener interés por saber de ellos. Mi vida ha transcurrido de idéntica manera a cómo sucede al común de los mortales. O sea, soy UNO DE TANTOS. Y para escuchar que alguien te quiere contar cómo eres, ya te tienes a ti mismo, para saberlo. Esa reflexión, por sí misma, tapiaba todo afloramiento de aconteceres. Pero hay otra que no es de menor entidad y posiblemente más raciocinio, el momento en que quieres narrar lo acontecido. No que escoges, porque, eso sí, ese momento no se puede escoger, te lo marca la propia dinámica de la vida. En el transcurso de tu existencia, los hechos te van pautando, sin que tú tengas apenas oportunidad de elección. O sea, que si tu caminar ha sido de alguna manera venturoso en el aspecto longevo, es ahí donde te puedes parar y echar la vista atrás teniendo que hacer, muchas veces, maravillas para entrar en ese laberinto. Si ello te es permitido, tu sentido de valoración es tan diferente, que lo sucedido, en su momento agobiante, ahora puede parecer intrascendente.

Me viene a la memoria aquella señora cuya hija vivía en el extranjero y cuando se reunían, la dama en cuestión, le relataba algo que para ella había sido, en determinada circunstancia, un acontecimiento importante. Al ver que su hija no vivía con vehemencia lo que le contaba, se ponía furibunda y hasta llegaba a insultarla por su falta de sensibilidad, por no llorar y tener las mismas sensaciones que ella tuvo cuando sucedieron los hechos relatados.

El tiempo no lo allana todo, pero sí lo cubre de un velo grisáceo que suaviza enormemente las aristas y los contrastes fuertes. Y no se puede decir que aquellos momentos vividos no se van a contar con objetividad y con los mismos parámetros que cuando sucedieron, no. No, porque las lindes de mis conceptos en nada se parecen, los de hoy, a los de hace tantos o cuantos años. En aquel entonces la parcela estaba limpia, diáfana, casi virgen, nada o muy poco cultivada y sobre todo mucho menos esquilmada. Ahora han crecido hierbajos en los linderos, los vecinos han echado los pedruscos de sus fincas a la mía, los vientos han arrollado todo lo que hallaron a su paso y una buena parte de ello lo dejó en mi terreno. Nada es igual por parecido que uno se empeñe en que lo sea. Esa afirmación sí puedo hacerla con verdadero conocimiento sin desvirtuarlo un ápice, porque así me lo hicieron saber las personas que compartieron, de una u otra forma, mi vida. Los que caminaron, por unas u otras razones, a mi lado, no se aburrieron. Ya me encargaba yo de complicarles la existencia. Aún hoy lo sigo haciendo, desde luego sin mala intención, casi siempre sin saberlo ni proponérmelo, para ser fiel a mi consigna. Y no porque quiera, pero mi parte de alacrán, inexorablemente, me induce a ello. Eso sí, no pico a nadie en medio del charco.

Así y todo, me pondré en camino y que el Buen Dios guíe los pasos del Caminante.

Europa vivía una de las etapas más sangrientas de su historia. La Primera guerra mundial sembraba de cadáveres el suelo del Viejo Continente. España, sangrada por las desavenencias entre sus habitantes, tenía suficiente con poder vivir sin involucrarse en otros menesteres que no fueran los de su propia casa. Galicia, ese rincón de España bastante ignorado por los gobernantes nacionales no era una excepción en lo que a dificultades se refiere. Sin embargo, el carácter gallego tiene una filosofía muy particular para enfrentarse a los inconvenientes que se le presentan. En las aldeas, cuyos cordones umbilicales con las grandes urbes se atrofian con excesiva frecuencia, se dedicaban a lo que más les importaba: Vivir con sus medios y esperar, saber esperar. Ignoro la poderosa razón que enseñó al gallego esa grandiosa virtud, pero a fe que la practica como ninguna otra región de España. El gallego siempre espera que vengan tiempos mejores y si los que vienen no lo son, espera que después vendrá la recompensa. “ Nunca chove que cen anos ature” (Nunca llueve que cien años dure).

Beariz, una aldea de la montaña, el último municipio de Orense, antes de adentrarse en la provincia de Pontevedra, es un modelo en la manera de practicar esa excelente virtud de la espera. No es virtud de reciente cuño, no; desde que se tiene memoria, transmitida por tradición, Beariz siempre fue así. No vive esperando, espera viviendo. No es unidireccional, se diversifica, y así la espera es más llevadera. La mujer, dedicada a todas las labores domésticas, familiares, agrícolas, ganaderas, sociales y lo que venga. Es mujer celta y eso la define. El hombre tiene menos poder creativo por lo cual sus actividades quedan reducidas a un ámbito más limitado. Sobre todo en los

Tiempos que mis padres comenzaron su vida como pareja. Que el hombre gallego es trabajador y responsable nadie lo pone en duda, pero cuando tiene la oportunidad de asir en su mano una chiquita de buen ribeiro, se manifiesta en plenitud. En el pasado fue así. Ahora menos.

Calle principal de A Forxa, aldea capitalina del Municipio de Beariz. A Forxa es una aldea, tipo poblado del viejo Oeste Americano. Calle principal y casas bien alineadas a los dos lados. Un miércoles a las cuatro de la tarde. Mes de Abril de mil novecientos dieciocho. Un tímido y perezoso sol, daba de frente a la casa de la familia Rodríguez Martínez, apodados, nunca supe la razón, Los Garrano. Los Rodríguez Martínez eran una familia de cierto abolengo intelectual. La madre Doña Eusebia Martínez Zabal era maestra, y el padre Don José María Rodríguez, recaudador de Hacienda. Procedían de Córcores, una aldea del vecino Municipio de Avión. Se establecieron en Beariz y tuvieron siete hijos, cuatro varones y tres mujeres. Una de ellas murió a los veintidós años de edad. Los varones, como el común de los mortales en sus años de plenitud, eran bastante echados para delante, destacando en esa actitud el mayor, Francisco. Y era precisamente éste quien estaba sentado aquella tarde con dos de sus hermanos delante de la taberna que tenían en el bajo de su casa. Cuando vieron paseando por la carretera a José Balboa acompañado de su hijo Manuel, a Francisco se le ocurrió una idea: Desafiar a una partida de cartas a los Balboa. Estos eran gente de profundo arraigo bearicense, nacidos en la pequeña aldea del Candedo. Tampoco los Balboa se encogían a la hora de dar la cara, en el terreno que fuere. Y fue Francisco, el Garrano, quien rompió el fuego diciéndole a sus hermanos, Gerardo y Manuel, en voz lo suficientemente alta para que los Balboa lo oyeran:

-Qué pena que no sean tres los Balboa que vienen por ahí, para darles una buena tunda a la brisca, gritó más que habló, al ver que José Balboa y su hijo Manuel subían solos por la carretera, y comprobar que les faltaba un “pie” para jugarles unos cuartillos de ribeiro a las cartas.

Balboa padre que, como ya dije, necesitaba poco para responder a cualquier alusión que significara desafío, fuera de la índole que fuere, le dijo a su hijo Manuel, bueno, más que decirle, le ordenó, con el tono autoritario natural en él:

-Vete a casa y trae a tu hermano Benito. Se van enterar estos Garrano cómo las gastan los Balboa.

Manuel no se hizo repetir la orden. Dio media vuelta y por un callejón que comunicaba con el Camino Viejo por la fachada E. de la casa de los Garrano, hizo ademán de cumplir la orden de su padre. En cuanto salió de la vista de los Garrano y de José, en vez de ir hacia la vivienda donde estaba su hermano, se dirigió a la entrada que la casa de los Rodríguez tenía por la parte de arriba, o sea, por el Camino Viejo.

Ya dijimos que los Garrano eran seis hermanos, cuatro varones y dos mujeres. Una de las hermanas, María, estaba casada y el mayor de los varones también había ya contraído matrimonio y ambos vivían con sus respectivas familias, fuera de la casa paterna. Francisco, el que había desafiado para echar la partida, también estaba casado, y la pareja, con Gerardo y Manuel y la hermana más pequeña, Claudina, ocupaban la vivienda que tenían encima de la taberna, donde también habían habilitado una sala grande como tienda, en la que podías comprar desde un caramelo a una pieza de tela para hacer un traje o una azada para cavar la huerta.

Claudina, por ser la hermana más joven, tener un carácter dócil y de naturaleza muy humilde, hacía todas las labores de la casa, además de ser la primera en los quehaceres del campo o con el ganado. Todos ellos eran bien parecidos, de baja estatura, como la media allá por los principios del siglo XX. María, ya casada, no era muy favorecida por la madre naturaleza, pero sí muy hacendosa. Claudina, era la más agraciada de los hermanos, y como decía, desde la muerte de sus padres, los hermanos y la cuñada abusaban un poco de ella, encomendándole los trabajos más onerosos de la casa, que ella realizaba sin proferir la mínima queja. Sí, en efecto, realmente desempeñaba el papel de la Cenicienta en el seno de la familia. Eran hijos de un hombre muy recto, de gran carácter y buen educador, según el proceder de la época. Doña Eusebia, la madre, mujer culta y estudiada, era una fiel continuadora de los procederes de su marido con respecto a la familia.

En aquel ambiente de vida compartida con sus hermanos y cuñada, se criaba Claudina desde los doce años en que se quedó huérfana. Como sus hermanos, tampoco era alta, pero sí muy “xeitosiña” (mujer agraciada físicamente y adornada de otras muchas virtudes). Muchos eran los mozuelos del pueblo que la miraban con buenos ojos pero sin demostrarlo muy a las claras, por temor a los hermanos que, celosos, vigilaban todos los pasos de la hermana pequeña que, además, era el sostén de los quehaceres domésticos, incluso mejor que su cuñada, siendo esta de más edad y con mayores compromisos por ser mujer casada.

Manuel Balboa, no era ajeno a la simpatía de la hermana más joven de los Garrano y en más de una ocasión, a pesar de la juventud de ambos, él diecinueve y ella quince, le buscaban las vueltas a los familiares para verse a hurtadillas. Los hermanos de Claudina sabían del interés que Manuel sentía por su hermana, por lo que el mozo no era santo de la devoción de ninguno de ellos. Al amor que había nacido entre los dos jóvenes había que añadir el orgullo de Balboa por hacerles la puñeta a sus potenciales cuñados. Por eso cuando el padre le dio la orden para que fuera en procura de su hermano, a su cabeza llegó repentinamente la idea que le llevaba algún tiempo rondando, “escapar” con Claudina.

Ya en el siglo diecinueve existía en las aldeas gallegas la costumbre de “escapar” las parejas de novios. Ello comenzó por varias razones. Unas veces por las desavenencias de los padres de una u otra parte, otras porque así se evitaban unos gastos de boda en momentos en los que no abundaba el dinero para dispendios de ninguna clase, o por cualesquiera otras razones, unas justificadas y otras inventadas. El hecho de “escapar” consistía en desaparecer los dos, yendo a parar, o bien a casa de un familiar que viviera en otro pueblo, con el cual ya habían hablado, o de alguna amistad a quien se le había hecho partícipe de lo que iban hacer. En otros casos, con una caballería irse a la ciudad más cercana, a una pensión, fonda u hotel. Lo bueno era realizar el hecho sin que los problemas que hubiere pudieran conseguir desbaratar el proyecto que la pareja tenía para conseguir su objetivo.

Los abuelos antes, y los padres de Manuel Balboa en aquél entonces, eran los albaceas de la familia Merelles. La familia Merelles era la propietaria de “A Porteliña“, un pazo con más de dos hectáreas de zona ajardinada, mini golf y una gran residencia a la que acudían dos o tres veces al año desde la Capital del Reino, donde residían. Los Merelles procedían de Taboazas, una aldea del Ayuntamiento de Avión, y por deseo de la madre del, a la sazón jefe del clan, habían escogido Beariz para construir una residencia señorial donde pasar los veranos y épocas vacacionales. Entre las dos familias, las de los Merelles y los Balboa, se habían creado unos vínculos de amistad que ambos consolidaban y ejercían.

Por ello Manuel ya lo tenía todo planeado, no sé si con la complicidad de alguno de los Merelles o por la seguridad de poder contar con su asentimiento si llevaba a cabo el proyecto que tenía en su cabeza. Sea como fuere, para él había llegado el momento y los Garrano se lo habían puesto en bandeja. Subió la empinada cuesta que conducía a la entrada principal de la casa de Claudina. La puerta estaba entreabierta y entró, sin llamar, hasta la cocina. Allí estaba ella, inclinada sobre una artesa y con el horno de cocer el pan encendido. En ese momento estaba amasando para hacer la hornada de la semana, con las mangas remangadas, moviendo la masa con el donaire que sus juveniles años le imprimían y pensando sabe Dios en qué travesuras de niña de dieciséis años. Su frágil cuerpo dio un salto al notar que alguien le tapaba la boca, para que no diera el grito que el dueño de la mano sabía iba a dar, al tiempo que un brazo varonil, la cogía de la cintura. Manuel, sin soltarla, le dio la vuelta y en un susurro, ante el estupor de la niña, le espetó

-Venga, coge lo más imprescindible. Nos escapamos. Tus hermanos y mi padre están esperando que vuelva con mi hermano para echar una partida. Vamos, tenemos poco tiempo, así que muévete con rapidez que nos largamos de aquí.

-Tú no estás bien de la cabeza. -Le dijo la niña poniendo cara de susto- ¿Cómo nos vamos a ir ahora, que tengo la comida a medio hacer y la masa para poner a fermentar y meter los panes en el horno?

-La comida que la termine tu cuñada o alguno de tus hermanos de cocerla, y la masa tápala y que se arreglen. Venga que nos escapamos. Apremió el mozo con determinación.

-Pero Manuel, no es así como lo habíamos planeado. Tenemos que ser un poco más sensatos. ¿Cómo voy a dejar a mis hermanos de esta manera?

-¡Te lo digo por última vez, o te vienes o te quedas! No va haber otra oportunidad, así que, si me quieres, coge tus cosas y vámonos.

La jovencita lo miraba sin dar crédito a lo que estaba sucediendo, con la carita descompuesta por las dudas que luchaban en su interior. A Manuel lo quería con toda su alma. Ya se lo había dicho en muchas ocasiones. Bueno, muchas

tampoco, porque sus hermanos la cuidaban como oro en paño y sobre todo la vigilaban cuando un mozo se acercaba a ella, tanto por su juventud, aún era una niña, como por lo bonita que se estaba poniendo. Y había una tercera razón, para ellos nada desdeñable, lo útil y necesaria que resultaba en la casa, porque, aunque había otra mujer, María, la esposa de su hermano Francisco, ésta era bastante señorona y la tenía a ella prácticamente como criada.

Fuera de esos motivos de interés doméstico, según ellos también había otro, en lo concerniente a Manuel: Ellos pensaban que, además de lo bonita que estaba Claudina, lo laboriosa y lo muy joven que era, Balboa ansiaba la herencia que tenía que recibir la hermana pequeña de los Garrano que no era nada desdeñable y ellos pensaban que el hijo de María Candedo y José Balboa iba a la procura de esa dote, legada por Don José María Rodríguez y Doña Eusebia Martínez. En el ánimo de Manuel pesaban, no obstante, además de su querencia natural y juvenil, la opinión de sus padres que cuando hablaban de ella, siempre se hacían lenguas diciendo que era una muy buena rapaza, ya que cuidó muy bien a su padre el tiempo que estuvo enfermo, que no fue nada corto. Esto era algo que Balboa padre valoraba muy mucho y la madre le recalcaba con frecuencia que a las virtudes ya mencionadas, las cuales reconocía ser ciertas, había que añadir la de ser muy poco amiga de usar la sartén, virtud muy a tener presente en las casas que eran muchos de familia. La razón de usar o no la sartén no era otra que el gasto de aceite y otros ingredientes propios de las freidurías que se podrían hacer. Se comprenderá mejor esta filosofía si se tiene en cuenta que los ingredientes para cocinar una buena comida para varias personas se debería hacer hirviendo al fuego los productos que se cultivaban en la propia casa, tales como patatas, judías y toda clase de verduras, con el cerdo como componente esencial, o el ternero, que nacido en la casa, si era macho, en vez de vendérselo al carnicero, se le dejaba en depósito, para, de vez en cuando, muy de vez en cuando, retirar un poco de carne para una celebración importante.

Todas estas consideraciones, no eran fruto de la casualidad, ni comentarios sin valorar en profundidad y contrastados. Porque antes que Claudina entrara en el análisis de la familia Balboa Candedo, el Patriarca de la casa, una de las veces que el hijo regresó al hogar paterno, después de estar fuera trabajando, le indicó que había una moza que a él le caía tan bien como la jovencísima Claudina. Esta joven, que en verdad era de buen ver y muy buena familia, se llamaba Ana. Vivía en la aldea del Iglesario, o sea donde está la Iglesia Parroquial. Mi padre sentía un gran respeto por mi abuelo y tomaba muy en cuenta cualquier sugerencia que él le hiciere. Así que los días siguientes a la indicación del Sr. José, Manuel estuvo merodeando por las proximidades de la casa de Ana para observar sus movimientos. No fue tarea fácil, pero más difícil era que cejara en su empeño de conseguir lo que se propusiera. Y un día la fortuna le fue favorable y sorprendió a la moza lavando en el río da Ponte de Pedra, que pasaba muy cerca de su casa. Sigilosamente se fue acercando a donde estaba la joven y con mucho cuidado la observó de perfil, para no ser visto. Así estuvo unos segundos, sin que Ana se apercibiera. Manuel hizo un gesto de desagrado con la boca, y con la misma precaución que se había aproximado, se batió en retirada. Al llegar a casa y en cuanto tuvo a su padre frente a él, le espetó sin contemplaciones

-Mi Padre, la moza que usted me aconsejó, nunca será mi mujer.

-Pues ¿Qué te ha pasado hijo, para que me digas eso en tal tono? Preguntó el padre con su proverbial seriedad.

-La he visto en el río lavando la ropa y le caía la moquita y

no se limpiaba. Ni hablar, una mujer así nunca será mi esposa.

Por esa y las otras razones ya mencionadas, Manuel estaba sometiendo a la niña de los Garrano, a la decisión más importante de su tierna e incipiente juventud. La cabecita de Claudina era un volcán. Por una parte sentía el tapón de la recia educación recibida y por otra brotaba la lava del amor que sentía por el apuesto y guapísimo mozo que le brindaba la oportunidad de compartir con él el resto de su vida, en cuyos inicios se encontraba. ¿Cómo echar por la borda el respeto que tenía a sus hermanos mayores? ¿Cómo menospreciar la ocasión de amar y ser amada por el joven galán en cuyos ojos brillaba la emoción y la vida en todo su esplendor? Miraba la harina que estaba amasando, miraba a Manuel, que hervía en impaciencia juvenil. Se frotaba las manos, para soltar la harina que había en ellas, buscando una solución para decidir una u otra cosa. Luchaba por hacer lo menos insensato en aquellos instantes. Clavaba la vista en Manuel implorando un desenlace para su enmarañado dilema. Sus ojos se llenaban de lágrimas de impotencia e incertidumbre. La mirada del mozo era resolutiva, no dejaba espacio a la duda. Y para ayudar a la moza, tiró del asa del mandil que llevaba puesto y asiéndola por la cintura la empujó hacia las escaleras que conducían a las habitaciones, acompañando el gesto con un ruego que, más que tal, era una orden.

-Sube, coge lo imprescindible y vámonos.

Como si le hubieran dado cuerda, la mocita salió corriendo y a los pocos instantes, entre sollozos ahogados, tragándose las lágrimas, bajó con un hatillo de ropa en una mano y una chaqueta de punto en la otra. Al llegar a la altura de Manuel se paró en seco y dejó sobre una banqueta que allí había el hatillo de ropa, se sacó las alpargatas que calzaba y se puso unos zapatitos planos, sin apenas tacón. Manuel agarró el pequeño fajo de ropa y dándole la otra mano a Claudina, ambos

salieron corriendo, sin mirar, sin preocuparse siquiera de si alguien podría verlos marchar.

Bajaron por el Camino Viejo como alma que lleva el diablo. Pasaron por delante de la casa de Manuel, no vieron a nadie y siguieron corriendo camino abajo. No se tropezaron con nadie, solo dos perros les persiguieron ladrando al aire. Al fondo del camino y doblando hacia la Porteliña se encontraron con algunas personas que el único comentario que hicieron tenía poco de novedoso:

-La juventud cada día tiene menos cabeza. ¡No sé dónde iremos a parar!

Otros vecinos que venían con las vacas ni caso les hicieron, ocupándose del ganado, que tampoco se inmutó, cuando los dos jóvenes se cruzaron con ellos.

No aminoraron la carrera hasta el mismo portón del Pazo. Llamaron haciendo sonar con fuerza el aldabón del portal y a los pocos segundos les franqueó la entrada una jovencita bien vestida, con delantal blanco y cofia del mismo color. La muchacha, después de comprobar que no venía nadie más, cerró el portón. Los tres cruzaron el pasillo ajardinado hasta la entrada de la casa en donde se encontraron con una dama, vestida con una bata blanca que le tapaba hasta los pies. Era la dueña de la casa. Doña Carmen, la Señora Merelles, se había acercado al oír los duros golpes en el portal. Cuando vio a los dos jóvenes agitados y sus juveniles rostros sudorosos a pesar de ser el mes de abril y los calores aún no haber comenzado, les preguntó con tono cariñoso y un tanto preocupado:

-¡Huy, huy huy!, ¿Qué les ocurre al joven Balboa y a su bella compañera?

Doña Carmen siempre comenzaba los parlamentos con el huy repetido varias veces, como tomando tiempo para iniciar la conversación y darse unos segundos para crear la frase adecuada. Se le notaba en el tono de la pregunta que ella, al menos, no estaba enterada de lo que había proyectado Manuel y le sorprendió ver a los dos jóvenes de forma un tanto inesperada. Manuel la sacó de dudas.

-Doña Carmen, un servidor había hablado hace unos día con Don Adolfo, que Claudina y yo escaparíamos y vendríamos aquí, a la Porteliña. Si a usted no le parece bien, nos vamos a otra parte.

-¡Huy, huy, huy, huy! No, no, no, por Dios. Nada de eso.

-Reacionó Doña Carmen rápidamente-.

-Si lo dijo Adolfo, bien dicho está, y aunque no lo dijera, me parece muy bien que vinierais aquí. Adolfo, tan despistado como siempre. Ni se acordó, pero es igual. Además me hace muchísima ilusión veros y todavía más me agrada que una pareja tan linda venga a llenar mi casa de lo más bello que puede poseer el ser humano, el amor. Esta es vuestra casa y en ella así os habéis de sentir. Por favor, pasad y sentaos, mientras Rosa y Gloria os preparan una habitación.

Claudina no levantaba la mirada del suelo. Agarrada a la mano de Manuel y sin que los colores abandonaran sus mejillas, obedecía todas las indicaciones que le hacían e imitando en todo lo que su compañero realizaba. Para ella fueron unos momentos muy tensos, por todo lo que aquello significaba. Primero su juventud, además de lo que suponía entrar en una casa donde Claudina no era habitual que lo hiciere y la presencia de la dueña del pazo, con su imponente figura y vestimenta y bella como pocas, eran razones más que suficientes para que, en lo más profundo de su corazoncito, deseara desaparecer de aquel escenario lo antes posible. Manuel, sin embargo, acostumbrado como estaba a jugar con los jóvenes de la casa y a realizar labores que tanto Doña Carmen como Don Adolfo le encargaban, se sentía relativamente cómodo, aunque se le notaba que le afectaba el estado nervioso que sufría su amada.

Cuando, al fin, se encontraron solos, Claudina rompió a llorar desconsoladamente. No podía apartar de su cabeza lo que estaría pasando en su casa cuando sus hermanos vieran que Manuel no había regresado con su hermano para echar la partida a la brisca y que su hermana había desaparecido misteriosamente sin dejar rastro. Tampoco les sería muy difícil encadenar las dos situaciones, pero a ella le dolía el alma ocasionándoles tan amargo trago.

Una semana permanecieron en A Porteliña. Doña Carmen, Don Adolfo, los hijos y todo el personal del servicio doméstico, los trataron a cuerpo de rey, sobre todo a la joven novia, haciéndole la vida lo menos traumática posible. No era labor fácil, pero en gran medida lo consiguieron. El Sr. José, era el encargado de informar cómo estaban los ánimos por la casa de los Garrano, quienes se sintieron heridos en lo más íntimo de su orgullo al comprobar que Manuel Balboa había escapado con su hermana. Lo que menos les importaba era el pan sin cocer y la comida sin terminar de hacerse. Sentían humillada su dignidad de hombres y no ocultaban su estado de ánimo contra el osado que se había atrevido a escapar con su hermana pequeña.

Las aguas poco a poco volvieron a su cauce y cuando la calma regresó a la casa de los Garrano, lo de calmarse es un decir, la joven pareja, con el beneplácito de Balboa padre, abandonó su encierro y se fue a vivir a una casa que la madre de Manuel les habilitó muy cerca de donde ellos vivían.

Inmediatamente regularizaron sus esponsales y dieron comienzo a su nueva vida.        No fue tarea fácil restañar las heridas producidas por la escapada de la joven pareja, pero el tiempo que es el mejor medicamento para la mayoría de los males, ayudó a curar. Hubo que cumplir algunos predicamentos que los Garrano impusieron pero, como dijo Santo Tomás de Aquino, “Amor omnia vincit”, y aquí no fue menos. El amor venció todas las dificultades y las aguas turbulentas

comenzaron a correr por su cauce natural, para bien y tranquilidad de todos, Balboa y Garrano. En ello tuvo mucho que ver uno de los hermanos de Claudina que abogó, en todo momento, a favor de la joven pareja.

Manuel, mi padre, que siempre fue muy testarudo y muy orgulloso de su raza, no admitió ninguna dote de sus cuñados para comenzar a caminar al lado de su esposa. Como su padre, mi abuelo, era tratante de ganado, él les proporcionó dos xuvencas (vacas jóvenes) y con ellas comenzaron a trabajar los terrenos que, por parte de los Balboa, le correspondían a Manuel, hasta que los hermanos Rodríguez le dieron a Claudina la herencia que le correspondía por derecho propio.

Mi padre era un gran cantero, profesión que cualquier varón que naciere en Santa María de Beariz de Montes, tenía que conocer en profundidad y, no solo era uno de los buenos, sino uno de los mejores, por no decir el mejor. Claudina se dedicó a los trabajos de la casa y del campo y Manuel, a su oficio de cantería que comenzó desde muy niño, ganando al principio una peseta y cincuenta céntimos a la semana como pinche de cuadrilla.

El pinche de una cuadrilla, tenía como misión traer agua al grupo, llevar las herramientas al herrero para aguzarlas, poniéndolas en el estado idóneo para su utilización, y en tiempos muertos practicar desbastando piedras sin entrar en demasiadas complicaciones, con lo que iba poco a poco aprendiendo el oficio hasta alcanzar la categoría de cantero de tercera, segunda y finalmente llegar a maestro, si alcanzaba la pericia necesaria. Y de pinche a líder. En el arte de moldear la piedra llegó Manuel, en muy pocos años, a ser un profesional muy cotizado. Su carácter indomable no le permitía ser término medio en nada, o a la cabeza o fuera de la fila.

 

Esos eran y siguen siendo mis padres, porque los que viven en nuestra mente no mueren jamás y ellos han dejado

suficientes muestras de su paso por este mundo para que su recuerdo perdure por los siglos de los siglos, mientras quede un Balboa digno o un Rodríguez, Garrano, que lleve como se merece su apellido o sobrenombre por donde quiera que vaya.

En el discurrir de este escrito habrá oportunidad de reseñar virtudes y defectos de la pareja, que de todo hay, afortunadamente, en la viña del Señor. ¿Quién soportaría tener al lado una persona perfecta?

Manuel había nacido el veintinueve de noviembre de mil ochocientos noventa y siete y Claudina el treinta de abril de mil novecientos uno. Se casaron el seis de abril de mil novecientos dieciocho, ella con dieciséis años y él veinte. Tuvieron el primer hijo un día del mes de junio de mil novecientos diecinueve, o sea a los catorce meses de celebrar su matrimonio. Le pusieron por nombre José, en honor a los dos abuelos, ya que ambos se llamaban así, uno José María, entonces ya fallecido y el otro, vivo a la sazón, José. El niño murió apenas cumplidos los dos años, ignoro la enfermedad y seguro que sus padres tampoco lo supieron nunca. Su desaparición fue lo que dio motivo para que después de muchos años, cargaran sobre mis espaldas la responsabilidad de llevar el nombre de los dos abuelos. A los veintisiete días de la muerte de José vino al mundo el segundo hijo que heredó el nombre del padre, o sea, Manuel. Luego vinieron seis más: Luzdivina, con “z”, así es como le gustaba ser llamada, y en honor a su recuerdo y a la desbordante simpatía que sembró por donde quiera que fuese, la llamaré cada vez que su nombre salga a colación; Benito, Remedios, José, o sea, el que suscribe, Carmen, que también murió antes de cumplir los dos años, y al año de su defunción mamá rellenó el hueco que ella había dejado y dio a luz otra Carmen, el bicho más esmirriado y feo que Dios permitió que viniera a este mundo. Pero eso, como decía un antiguo compañero mío, es tema de otra mesa. En medio de esos ocho partos, más o menos

normales, hubo tres abortos, lo cual demuestra la fertilidad del matrimonio Balboa-Rodríguez. Por eso solía decir mi madre que bastaba con que mi padre dejara los calzoncillos a los pies de la cama para que a los nueve meses ella alumbrara un hijo o hija.

El veintisiete de Septiembre de mil novecientos treinta y

seis, a la caída de la tarde, cuando mi padre regresaba de la mina, mi madre le dijo:

-Manuel, no sé si llegaré hasta mañana sin dar a luz lo que llevo en mi vientre. Nunca fue un embarazo tranquilo, pero el muchacho o muchacha que va aquí dentro está demasiado inquieto y no creo que pueda aguantar mucho más.

Se equivocó mi madre, pero no tanto que se la pueda tildar de no conocer su naturaleza, porque a las seis de la mañana del siguiente amanecer, antes de romper el día, dio a luz un hermoso niño que luego la vida se encargó de estragar. Nunca he conseguido explicarme tal despropósito, haber nacido a las seis de la mañana, o tal vez sea por eso mismo, ya que toda mi vida he pensado que el madrugar, cosa que tuve que hacer más de setenta años, me parecía y me sigue pareciendo un acto anti- natura. Incluso ahora, que si lo hago, en la mayoría de los casos, es por propia voluntad, me lo sigue pareciendo. Tanto es así que espero, cuando sucede, encontrar las calles sin colocar todavía, pero nunca lo consigo. Siempre hay algún despistado que se me adelanta.

El haber nacido el veintiocho de septiembre, tiene una explicación, amén de otras muchas, una explicación muy de lógica. A la sazón, mi padre estaba trabajando en Aragón, en el Pantano de Santa María de la Peña de Huesca, y se vino, como era costumbre y casi preceptivo, a pasar las Navidades en familia. En los últimos días de estancia, se conoce que no se extremaban las precauciones, o quizás era voluntad compartida, lo cierto es que a los nueve meses justos de la despedida, ¡Zas! Niño al canasto (por aquel entonces no había cunas). De ahí me

viene, según los mal intencionados, que mi tozudez y cabezonería, es porque mi padre trajo la simiente de Aragón.

Posiblemente, alguien puede pensar, cuando digo “que en el momento de traerme mi madre al mundo, era un niño bellísimo,” que me miro al ombligo, pero sí debo tener razón cuando me valoro, ya que desde los primeros días que me sacaron a la calle, le recomendaban a mi madre que me pusiera sal en la frente para evitarme el mal de ojo. El mal de ojo solo se echaba a los niños que eran muy xeitosiños (agraciados). Si a mí había que protegerme de tal maleficio, no era otra la razón, sino la de haber nacido lindísimo. Ya he dicho que luego la vida se encargó de estragarme. Cosas que uno no puede controlar.

 

 

 

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