Esta noche tuve un sueño muy simpático, como suelen ser todos los sueños de la juventud, sobre todo estando a cuarenta y una horas de cumplir los ochenta y cuatro. Aclaro que no estaba con la cara hacia el techo, posición aconsejada reiteradamente por mi madre. Algún día daré las razones por las que ella nos decía a los hijos varones: «Hijos míos nunca debéis dormir acostados de espaldas». Como digo no es el caso, era un sueño de menos calado. Al despertarme me costó mucho retornar a dormirme y comencé a vagar por mis años juveniles de estudiante en Madrid. De ante mano pido disculpas a todas las mujeres. Bien sabido es que soy un defensor a ultranza de sus valores y lo seré mientras viva. En alguna ocasión ya conté cómo ligaba por teléfono, ya que no tenía una perra gorda para ir a cualquier lugar de diversión. Cuando mis padres me daban alguna perrilla, la estiraba al máximo. Había en Madrid, a la sazón, allá por los años cincuenta del siglo pasado, muchas salas de fiesta, para todos los bolsillos. Desde Pasapoga, Coliseum, Capitol y otras muchas, totalmente fuera del alcance de los chavales como yo. Para nosotros estaban: El Conga, El Ayala, Metropolitano, Progreso y un sin fin más de ellas. Yo las tenía a todas clasificadas y conocía el tipo de jóvenes que las frecuentaban. La mayoría eran mozas muy jóvenes de provincias que se habían venido a Madrid a trabajar en el servicio doméstico. Incluso entre ellas yo las tenía en diferentes apartados. Las que eran trabajadoras en casas de familias, en toda clase de tareas, las que eran cocineras, cuidadoras de niños o modistas. Repito, a lo mejor algún día daré explicaciones de cómo y por qué las distinguía. El caso es que si, como digo, mi padre me había dado unos realillos, entraba a la sala sacando pecho, no mucho, pero sí con algún descaro. Me sentaba en una mesa, pedía una copa de «Ciento tres», si la cosa lo ameritaba, de etiqueta negra, y me la iba tomando a sorbitos muy cortos. Tenía que durar mucho. Aquella copa me insuflaba valor para entrar en batalla, sin miedo a la derrota. Para eso la tomaba. Observaba a la concurrencia y ponía el ojo en la que más me gustara. Si me decía que no, iba a la siguiente en preferencia. Así hasta que conseguía ablandar el corazón de mis potenciales parejas de baile. Si, por el contrario no tenía una pesetilla con que pagar mi copita, me sentaba en un rincón de la sala, y a observar. Ponía mi atención en alguna que la madre Naturaleza no hubiera sido muy generosa con ella, ya pedí perdón y lo reitero, porque mi inexperiencia no alcanzaba a captar los verdaderos valores, y al comprobar que las compañeras de mesa de la observada, bailaban y a ella nadie la invitaba, yo sabía que ahí estaba mi futura víctima. Siempre solía esperar dos o tres piezas antes de tomar la decisión. Casi nunca me fallaba. Me acercaba. Hacía una reverencia y con muy buenos modos le decía: «Buenas tardes noches, según procediera, ¿la señorita me concede el honor de este baile»? En esos momentos sufría el examen inquisidor de la joven, y después de unos segundos eternos escuchaba la esperada aceptación, con reservas: «Bueno, pero una sola». Con mucha delicadeza la llevaba hasta la pista y según los casos danzábamos uno, dos o tres piezas. Yo procuraba llevarla por la zona donde bailara la moza a la que le había echado el ojo para que viera que yo no lo hacía mal del todo y así asegurarme que cuando la invitara a ella, no me diera calabazas. La estrategia rara vez me fallaba. Eran otros tiempos, ni mejores ni peores sí, diferentes.
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