EL CAMINANTE: DON BENITO LAMAS FUE MI PRIMER MAESTRO

El primer día que me llevaron a la Escuela. Sí, Escuela con mayúscula, porque era allí donde comenzábamos a caminar en busca de la libertad. La libertad, es el don más preciado por el ser humano, y se consigue con el cultivo de la mente. No existe un ser humano con la mente cultivada que no sea libre. En la Escuela recibíamos las primeras orientaciones para conocernos un poco y saber cómo otras personas se preocuparon en hacer muchas cosas para que nosotros las aprendiéramos. Fue allí dónde comenzó la explanación del terreno para que después sobre él se construyera el edificio que conformaría todo mi vivir. Y fue el señor Maestro don Benito Lamas quien inició esa explanación y colocó las primera piedras del edificio José Balboa Rodriguez. Era, a la sazón, don Benito el Maestro de Beariz. Maestro, palabra sagrada, respetada por todas las culturas de todos los tiempos. Junto a la de Madre o Dios, no hay en el universo del discurrir de los tiempos, vocablo que mereciese ni gozase de tanto respeto como ella, tan cierto como la vida misma. Cuando en los momentos de mayor confusión en los foros del universo mundo había controversias que conducían a debacles de consecuencias impensables y sonaba la sublime palabra: «Magister dixit» no había argumentos ni razonamientos que la contravinieran. «Lo dijo el Maestro», no hay más que hablar. Don Benito era mi Maestro, al que, como digo, debo mis principios de aprendizaje de hombre libre. Como persona tenía ciertas facetas que todos conocíamos a la perfección y explotábamos. Nos creíamos muy listos porque conseguíamos de él ciertas prebendas, y no sabíamos que era él quien jugaba con nosotros haciéndonoslas creer. Por la mañana la clase discurría de forma normalizada, y por la tarde, dependía mucho del humor que él trajera después de echar la partida jugándose el café. Por cómo nos miraba, nosotros le buscábamos las vueltas y él nos las permitía haciéndonos pensar que éramos los alumnos los que llevábamos el gato al agua, cuando él ya lo tenía bien mojado. Nos divertíamos nosotros y se divertía él. Los jueves por la tarde nos tocaba lectura en un manuscrito, inteligente lección la que nos impartía, ya que de ella tomamos muchos la afición a la lectura. Me tocó aquel día la página 123 cuyo encabezamiento rezaba EL PAPA. No recuerdo si tenía acento o no, pero para mí, la letra P con la A, repetidas, solo tenía un significado, y así le definí: EL PAPÁ. Eso yo sabía lo que significaba, tenía uno, lo que ignoraba era si existía alguien que fuera el PAPA. Repito, dije EL PAPÁ. Me gané mi pequeño coscorrón y el calificativo que más le gustaba a él dedicarnos: «Cabeza de melón el PAPÁ, no, el PAPA». Don Benito, además de maestro era de todo en el pueblo: Juez de Paz, veterinario, enfermero, a mí me curó una herida en una ceja que me partió mi hermana Remedios de una pedrada, en otra ocasión, la dentellada de un perro en un muslo. En fin, escribiría y no terminaría contando cosas de don Benito, pero lo resumiré en una sola frase:  Don Benito mi Maestro era una excelente Persona y como tal lo recordaré siempre. Gracias Maestro por enseñarme el camino que debería recorrer para ser libre.

EL CAMINANTE Y SU PRIMO AVELINO RODRIGUEZ.

Avelino era lo menos que se podía comprar en hombre, pero su baja estatura la suplía con un privilegiado cerebro que le permitía ver en lo alto de una torre dos hormigas peleándose y escuchar el sonido de sus puñetazos. Su padre, el tío Julio, era hermano de mi madre. Avelino quedó huérfano a una edad muy joven. Embarcó para América y a su regreso contrajo matrimonio con una bellísima joven, Julia, hija del tío Currucho y la tía Consuelo, con los que también mi padre tenía lazos familiares. Regentaban ambos, a mediados del siglo pasado un restaurante donde servía con elegancia proverbial menús muy variados y sofisticados, aprendidos en el Nuevo Mundo. Era tan genial, mi primo Avelino, para defender su negocio que, en más de una ocasión llegaron clientes a su comedor con la intención de comer un pollo, de lo de antaño y él responder: «No hay problema señores, ningún problema», Ir al corral matar el pollo, dar instrucciones a su esposa y, o a su madre, la tía María do Cabo, entretener él a los clientes brindándole todo lo que sabía que encantaba a los comensales y sin que éstos profirieran la mínima queja por la espera, servirles lo solicitado que superaba con creces todo lo que podían desear. Pero donde Avelino se manifestaba a plenitud, era en el ejercicio del deporte venatorio. Ahí radicaba nuestra mayor afinidad. Él nunca tuvo perros buenos de caza, lo contrario que en mi casa, que, por ser todos cazadores, siempre tuvimos buenos canes de rastreo y seguimiento. Cuando Avelino tenía la ocasión, eran muy escasas, de disfrutar en el campo, me llamaba. Yo no tenía más allá de seis a siete años. Me decía, a la vez que me regalaba un caramelo, casi siempre de café con leche: «Pepiño, llama los perros y vamos a matar un par de perdices» Yo que estaba más ilusionado que él por salir con los perros, inmediatamente los reunía y nos lanzábamos a la procura de «un par de perdices». Solo lo hacíamos en eso, en la ilusión del proyecto, porque las patirrojas, cuando Avelino les disparaba, se marchaban más vivas que antes de los disparos. ¡Los disparos! Esa era otra. Mi querido primo, inteligente, diligente, comercial, sin haber estudiado ni una línea de marketing, como cazador era, no te enfades Avelino, una auténtica calamidad. Yo conocía mis perros y sabía cómo y cuándo tenían la pieza delante de los hocicos. Le avisaba: «Atento Avelino, ahí están las perdices» Él me decía: ¡»Adelante Pepiño, manda entrar a los perros» Yo así lo hacía. Avelino cuando veía salir volando a las raudas avecillas, daba un salto, caía de rodillas, al mismo tiempo que los montes repetían el eco de dos disparos. Más que una escena de caza, aquello semejaba una carrera de perdices que esperaban, para salir volando, el disparo del juez de turno. Fueron muchísimas las veces que acompañé a mi querido primo de caza, si acaso cobrábamos algún conejillo despistado, pero no recuerdo haber colgado en mis perchas ni una perdiz. Eso sí, comí muchos caramelos y me divertí mucho con él. Podría contar cientos de anécdotas compartidas por los dos, tanto en la caza como cuando me mandaba con sus vacas a la Besada o cualquier otro prado. En alguna ocasión volveré a compartir momentos vividos con mi entrañable primo Avelino y con su madre la tía María do Cabo, que nunca me daba los «Reyes» y yo le correspondía con una canción de la que solo reproduciré el principio por respeto a que era mi tía: «Canteichos os Reyes María do Cabo…..

EL CAMINANTE: VISITANDO EL OURAL

20180424_124353.jpg               Esta primera tarde del Verano, acompañado de la mujer con la que comparto mi vida, visitamos el Oural. El Oural es un paraje donde tuve, no hace muchos años, mis cerditos Celtas. Me dió mucha pena ver cómo está, por esa maldad de algunas personas que no soportan que los demás aspiren a realizar algo bueno. Lo que prometían convertirlo en un vergel que enriquecería a todos los vecinos del pueblo, está totalmente abandonado. En el cruce de caminos que hay al principio de lo que habíamos convertido en un parque, me vino a la memoria un recuerdo que nos sucedió a mi socio Serafín, por cierto ya hace unos años que se fue a lo eterno, y a mi. N pude por menos que contárselo a Lorena.

–Estando una tarde viendo el ganado, se presentó una señora de mediana edad, de complexión fuerte y perfil más céltico que la esposa del rey Atila. La acompañaban cuatro hombres de parecidos perfiles y ninguno de ellos se pronunciaba antes de que ella lo hiciera. Luego supe que eran vecinos y amigos. Me hicieron mil una preguntas sobre la vida de los cerdos Celtas. Les respondí a todo lo que mi pobre entender alcanzaba. Al final de la conversación, la señora, nunca supe su nombre, me dijo que le interesaba un cerdo macho para berraco. Ni precio preguntó ni yo le dije. Prometí en una fecha en que fuera posible se lo llevaría. Ese día llegó y le dije a mi entrañable amigo y socio Serafín que aprovecharíamos la tarde del próximo domingo otoñal que habían dicho en la radio que haría buen tiempo, para acercárselo a Bandeira, pueblo donde residía la simpática compradora. Llegó el día indicado y cargamos en el remolque el cerdo que escogimos. Tenía buena estampa, «calzaba buen número» y debía pesar unos dos cientos kilogramos. Con nuestro berraco en el remolque unido al Nissan, una tarde otoñal que invitaba a disfrutar de ella, salimos a cumplir con nuestro compromiso. No teníamos ni idea de dónde podía estar el pueblo al que íbamos. Cuando llevábamos dos horas de viaje conectamos con la señora y ella, de forma magistral nos fue guiando y una hora después llegamos a nuestro destino. Nos recibió con la amabilidad, ya mostrada en otras ocasiones. Nos abrió un gran portón que daba acceso a su corral. Introduje coche y remolque, hice ya dentro del recinto las maniobras pertinentes y algunas más de la cuenta, nunca fui un experto manejando remoques marcha atrás. Al fin logré situarlo en el lugar adecuado. Reclamé la presencia de la compradora, a mi lado y cuál general que manda formar a su tropa dije con el énfasis que ameritaba el momento: ¡Señora, póngase aquí a mi lado y goce de lo que usted ha comprado, y va honrar sus cuadras! La tomé afectuosamente por los hombros, la apreté contra mí y cuando los dos, sin pestañear, fijábamos la mirada en la parte trasera del remolque, grité: Serafín abate ese portón. Mi socio como si de fiel escudero se tratara, cumplió inmediatamente la orden recibida. En mi léxico no hay palabras para describir las caras que se nos quedaron a Serafín y a mí. El remolque estaba vacío. Allí no había ni rastro del cerdo que habíamos cargado en el cebadero. La señora se destornillaba de la risa, mientras yo no salía de mi asombro. Pálido como la muerte. Cara de imbécil retorcido. Inmediatamente me hice cargo de la realidad, de la cruda y grave realidad y llamé a todos los cuarteles de la Guardia Civil de los pueblos por dónde habíamos pasado, poniendo en su conocimiento lo sucedido. «Un cerdo de ese tamaño, suelto en carreteras comarcales y vecinales, en una tarde otoñal y solariega, peligro de máxima gravedad. De inmediato iniciamos el recorrido de vuelta.A los pocos instantes suena el teléfono de Serafín. Contesta y observo que discute con alguien. Le pregunto, me dice que es su hermana que le comunica que se le han escapado los cerdos que tenían en la cuadra de su casa. Vuelvo a preguntarle que cuántos, me contesta que uno. Insisto, pregúntale si es macho. Me responde afirmativamente. Dile que entre en vuestra cuadra y que compruebe si están todos los vuestros. Al momento recibe una respuesta afirmativa. Nuestro berraco no viajó en el remolque ni cien metros. Saltó un portón de más de dos metros y se apeó. En lugar de retornar con sus congéneres se dirigió hacia pueblo y María, la hermana de Serafín que estaba dando un paseo, tomando el sol,  al verlo, pensó en principio, que era uno de los suyos. A los pocos días regresó la señora de Bandeira, esta vez con tres hombres. Volvimos a subir al travieso cerdo a su remolque y fue ella, solamente ella, la que se encargó de subirlo por la pequeña rampa y le dio instrucciones muy severas para que no se moviera. A las pocas horas recibí una llamada del feliz arribo del barraco a su nuevo destino y envuelto en una sonora carcajada me mandó este mensaje:

— Está en su nueva casa, muy feliz. En estos momentos cubriendo a una de  sus nuevas novias.

EL CAMINANTE RINDE HONOR Y GLORIA A QUIEN HONOR Y GLORIA MERECE

Hemos llegado al final de un trayecto del camino a recorrer. Un trayecto salvado de la mano de los tres baquianos que nos condujeron con total acierto hasta el final de este tramo. También es cierto que nosotros, los bearicenses de a pie, hemos cumplido al pie de la letra las premisas que se nos iban marcando. Gracias a la magnífica labor de la Guardia Civil, con el Comandante del puesto a la cabeza, el Ayuntamiento, apoyado significadamente por el grupo de Protección Civil y, sobre todo por las pautas que el excelente equipo de Sanidad, con el Doctor Xosé Dobarro a la cabeza, Beariz no ha tenido que lamentar ni una sola baja en esta desgarradora etapa. Desgarradora por las víctimas que han pagado con su vida, unas veces la incompetencia de los responsables que debían tomar las medidas adecuadas y no lo hicieron, otras por….Dejemos ese tema, tiempo habrá de señalar a quienes han cometido actitudes que nunca se debieron tomar.  Para muchos, no comparto ese errado pensamiento, hemos llegado al final del camino. Soy de los pe piensan que ahora entramos en una etapa muy, pero que muy delicada, a fuer de ser sincero, según mi humilde criterio, la más peligrosa. ¿Por qué? Sencillamente, porque ahora depende de nuestra propia actitud el triunfo o el fracaso. A partir de este momento somos cada uno de nosotros quienes debemos hacer aquello que contribuya al bienestar de los demás y al nuestro propio, cumpliendo todo aquello que debemos hacer para no contagiar ni ser contagiados: higiene, mascarillas y todo aquello que pueda terminar en detrimento de la seguridad de todos nosotros. Precisamente por eso, como apoyo para conseguir ese ansiado propósito, yo he puesto a disposición del Ayuntamiento quinientos volúmenes de mis libros para que con el producto de su venta y coordinado con el equipo médico y plena transparencia, se puedan realizar los test necesarios a todos los vecinos de Beariz, y de los pueblos cercanos si el Doctor Dobarro tiene competencia para ello y lo considera oportuno, tanto a los que están aquí como a los que vengan de la emigración. A éstos se les hará en origen y en arribo, de acuerdo siempre con las pertinentes prescripciones facultativas. Ayudémonos todos para cumplir tan ansiado objetivo: que el maldito «bicho» no nos contamine. Una mención especial para las magníficas aptitudes adoptadas por las personas responsables, junto al mencionado equipo médico,  de la Residencia San Antonio de la Fundación San Rosendo que han culminado todas las etapas de la pandemia, hasta hoy, que no haya habido ni un contagiado. Eso solo se consigue con la calidad humana del grupo que compone el personal que hay en el mencionado geriátrico.   Lo he dicho muchas veces y no me cansaré de repetir que, el mejor valor de la Fundación, es el personal que la conforma. FELICITACIONES A TODOS.

EL CAMINANTE: EL TÍO JOSÉ «O CORNÍN»

              Hombre de más honesta palabra no se encontraba por estos pagos de la montaña orensana. No era tarea fácil conseguir un hombre tan cabal en el trato de la compra y venta. Carnicero de profesión, antes de poner su mercancía a la venta, tenía que comprar la materia prima para tal menester. Natural del pueblo El Regueiro, del término municipal de Boborás, un día, me contaba él, al levantarse por la mañana, le espetó a su encantadora esposa la tía Dorinda:

–Rapaza, esta noche he pensado que tenemos que cambiar de aires.

La buena de la tía Dorinda, muy sorprendida se le quedó mirando y le preguntó:

–«¿Por qué tan de repente esa decisión y, por cierto, a dónde quieres ir a parar»?

–Pues mira, escoge, a Soutelo de Montes o a Beariz

–Ah, sin dudarlo ni un segundo, de irnos a algún sitio, es a Beariz.

Quién le iba a decir al bueno del tío José y a la encantadora de la tía Dorinda que, con su decisión iban a escribir una página en el Ayuntamiento del pueblo que escogieron para vivir. Esa fue la razón de que su nieto Manuel, aunque nacido en el Regueiro, se criara en Beariz y llegara a ser alcalde del mismo más de treinta y ocho años. Recuerdo al tío Cornín, como le conocíamos todos, montado en su borriquillo, pero no como otro cualquiera podría hacerlo, no, él iba justo sobre lo cuartos traseros del jumento. Lo raro no era que se montara allí, encima de las ancas, lo chocante es que no se cayera, incluso cuando en su estómago llevaba una cunca de vino, más de la cuenta, situación que se daba con frecuencia. No mermaba su honradez, la picardía utilizada por el común de los carniceros: Donde quiera que una vaca hubiera parido, allí se presentaba el tío Cornín, casi siempre acompañado de la tía Dorinda. Veían el ternero, lo negociaban y, normalmente llegaban a un acuerdo, la dueña y ellos. Una de las condiciones que exigían las vendedoras, rara vez había hombres negociando la compraventa, era la retirada del becerro. Había razones muy poderosas para que se lo llevaran cuanto antes, entre ellas,  aprovechar la leche de la vaca para el consumo de la casa, que la vaca no fuera castigada demasiado por su hijo y apenas pudiera trabajar en las labores agrícolas y otras más. La picardía a que me refería, aquí estaba: Nunca cumplía el matrimonio Cornín con la fecha de retirada del ternero. Cuantos más días permanecía el novillo con su madre, más kilos añadía para su venta. Como lo hacían todos los tratantes, nadie lo tomaba demasiado en cuenta. Habría miles de anécdotas que contar del tío Cornín. Lo resumiré en una breves palabras. Era tan buena persona que todo el mundo le quería y donde su competencia no alcanzaba porque nublara el paisaje una cunca de más, como dije, aparecía la tía Dorinda y no había entuerto que no se enderezara ni becerro que no fuera a parar a la cortaduría del tío Cornín.

EL CAMINANTE: ME DAN PENA

            Está viviendo la humanidad entera y mi querida España, en particular, un momento de verdadera preocupación. Nos creemos algo y nos burlamos de todo. Nuestra prepotencia es tan desmesurada que ignoramos todo lo que nos es ajeno, sin saber o querer ignorar, que nada de lo que sucede en el mundo, hasta en los lugares más lejanos y recónditos deja de tener relevancia en nuestras vidas. Emulando a don José María Pemán, repetiré aquí una estrofa de un poema suyo, que, por cierto, es con la que remato mi libro UNO DE TANTOS.

   Ni voy de la gloria en pos

ni torpe ambición me afana

y al nacer cada mañana

tan solo le pido a Dios:

Casa para albergar,

pan tierno para comer,

un Cristo para rezar,

y un libro para leer.

Porque el se afana y se agita

nada encuentra que le llene,

y el que menos necesita

tiene más que el que más tiene.

Tuve la oportunidad  de conocer a Don José María y presentarle mis respetos y admiración, en su casa de Cádiz, allá por años setenta. Había puesto yo en escena, para mí, su obra más bella, EL DIVINO IMPACIENTE y una amiga común me llevó a saludarle. Fue un honor que siempre llevo conmigo con humildad no exenta de orgullo. El no sabía, que en ese poema vería yo retratado el segmento de mis últimos años. Volvamos al inicio. Conscientes la mujer que comparte conmigo su vida, Lorena González Rial y yo de que deberíamos hacer algo que estuviera a nuestro alcance, decidimos poner a disposición de nuestro Alcalde, hombre preocupado por sus gentes, como pocos, y del excelente equipo médico, custodio de nuestra salud en el ámbito familiar, quinientos libros (500) de mi propiedad, escritos por mí, para que, con su venta aprovisionar al Municipio, pasando todos los controles legales pertinentes, de materiales necesarios para combatir en lo posible cualquier contagio que pudiera afectarnos. Tanto a don Manuel Prado, alcalde como a don Xosé Dobarro, médico epidemiólogo y su equipo, la idea les encantó. Contactamos en México, de donde presumimos que nos llegarán muchas personas, dado que la mayoría de Beariz tiene algún familiar en el país hermano, con una persona maravillosa Rosa Lamas (Rosiña para los amigos) que inmediatamente se unió al proyecto ofreciéndose a colaborar en todo lo que fuera necesario. El proyecto fuimos mejorándolo según nos aconsejaban las circunstancias, llegando a la conclusión de que con el producto de la venta de los libros y de unos cuadros pintados por el excelente artista Rafa Prieto, que también donamos para la misma causa, haríamos «test» a todas las personas del Ayuntamiento de Beariz y a todos los emigrantes. A éstos se les haría en origen y en arribo. Siemppre, como digo ateniéndonos extrictamente a las normas que dicte la Municipalidad y Sanidad. En ello estamos y seguiremos hasta donde nos permitan nuestras fuerzas. Lo triste es que hasta ahora lo único que recibimos son críticas negativas. No nos preocupa, si con ello conseguimos salvar una vida, todo MERECE LA PENA. (Anda si el título de una de mis novelas.)

 

EL CAMINANTE: RUADA EN CASA «DA GAYA»

      No hay ninguna descripción de la foto disponible.            La tía Rosa era mi tía política. Estaba casada con un hermano de mi madre, el tío Celestino. La tía Rosa encajaba mejor en un cuento de Edgar Allan Poe o Charles Dickens, como personaje tétrico, que como señora de buen corazón en cuya casa se reunían todos los atardeceres de domingos y días festivos, lo más granado de la sociedad bearicense. Nunca pude saber la estatura que tenía, porque siempre la recuerdo sentada o tumbada. Tenía un pie, me parece recordar que era el derecho, envuelto en una especie de vendaje, que no era otra cosa que unos trapos  que no se identificaban por el color, de lo sucios que estaban. Digo vendaje, por darle un nombre fino a lo que era un amasijo de los tales trapos viejos. Pero vamos a lo que intento contar. Allí, en torno a su lar se juntaban hasta diez o quince personas a escuchar lo que cada uno quería contar. A la sazón en Beariz aún no había llegado la luz eléctrica, por lo que el único alumbrado era la tintineante  y mortecina llama amarillenta de un farol de gas colgado en un rincón de la amplia estancia que cumplía las funciones de cocina, comedor y, algunas veces hasta de dormitorio. Cuando la lumbre era alimentada de un buen leño seco, aún se podían distinguir un poco los rostros de los que estábamos  sentados en bancos largos alrededor del lar, cuando el leño se convertía en tizón, ya no se distinguían las caras de nadie. Digo sentados alrededor del lar, todos los que asistíamos a la ruada, todos menos uno, mi tío Celestino que se encontraba en una esquina de un asiento de losa de pizarra en un rincón, en absoluto silencio. Nunca llegué a conocer el timbre de su voz, jamás le escuché pronunciar una palabra, aunque, en el decir de mi madre, su hermana, era un hombre muy inteligente y estudiado. Había estado en la Universidad de Salamanca, me contaba ella, y mamá nunca mentía. Por si la escena de todas aquellas personas alrededor de un fuego semi apagado, escuchando historias de difuntos, «pantallas» (fantasmas) aparecidos, Santa Compaña y otras narraciones similares no fueran suficientemente atractivas para meter el miedo en el cuerpo de la mayoría de los presentes, allí estaba mi tío Celestino, con su callada y enjuta figura, del color del humo que, antes de perderse por las losas de la cubierta de la casa, pasaba por su rostro, para acariciarlo, a mi pobre e infantil creencia, el único que lo hacía. Por supuesto que mi tía A Gaya, era la que daba la entrada a los intervinientes en los diferentes temas que se trataban. Después se limpiaba los ojos y la boca con el dorso de la mano derecha, sorbía la moquita que intentaba liberarse de su gruesa y algo torcida nariz y se disponía a escuchar. Bueno escuchar, es un decir, cuando ella no hablaba, no tardaba casi nada en dormirse emitiendo unos ronquidos que solo se silenciaban con las risotadas de los presentes, viendo cómo su barbilla golpeaba sus lacios senos, de las cabezadas que daba. Todo ello es así de cierto, sin embargo nadie podía negar a la esposa de mi silencioso tío Celestino, el poder de concentración que tenía. Ningún vecino era capaz de aglutinar en torno a su lar, tantas personas como mi tía Rosa. Contaría y no acabaría situaciones que A Gaya protagonizaba, ella y su casa. Yo, cada vez que mis padres me llevaban, temblaba, porque, cuando llegaba a casa, mis ojos me picaban a rabiar. El motivo no era otro que lo cariñoso que se manifestaba el humo, recreándose por la ropa y cara de todos los asistentes. No existía ni campana ni, por supuesto chimenea. El humo salía por entre las rendijas de las losas de pizarra que cubría el edificio. Ah, tenéis razón, no he dicho el por qué de ese nombre. Dicen los que la conocieron desde siempre, que de moza era bastante atractiva, por lo que muchos jóvenes intentaban hacerse con sus favores, pero un accidente, la desmotivación, la desidia y los años la llevaron a lo que era en la época  en que yo la conocí. Y ahora os diré por qué le llamaban A Gaya. Habita los verdes bosques gallegos, no sé si es pájaro, porque no alcanza la categoría de ave. Es de la familia de los córvidos, y en nuestros bosques adquiere un tamaño algo más grande que su hermano el popular arrendajo. Por su colorido tan similar al papagayo, en Galicia se ahorra lo de «papa» y se le llama Gayo. Cuando se le molesta, emite unos ruidos tan guturales como desagradables al oído. Los gritos que en momentos determinados daba mi tía A Gaya eran muy parecidos a los del enfadado Gayo, de ahí que terminaran por llamarla de aquella manera.

Posiblemente, en algún momento vuelva para contar algo más sobre mi tía A Gaya.

 

 

 

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EL CAMINANTE: DON MANUEL FÍRBIDA, EL CURA QUE ME BAUTIZÓ

El 6 de octubre de 1936, don Manuel Fírbida, cura párroco de la parroquia de Santa María de la Asunción de Beariz, me bautizó, poniéndome bajo el patrocinio del Santo Varón esposo de la Virgen María. Como a uno de mis hermanos, el mayor, ya se le pusiera el nombre de José, en honor a nuestro abuelo paterno, y se había muerto, a mí me cupo el honor de llamarme como el padre de mi progenitor: José, aunque siempre se me conoció por el sobrenombre de Pepe, que quiere decir PP (Padre Putativo por aquello de que San José era padre de Jesús sin…..) Más aún. en mi entorno se me llamaba  Pepiño o Ñoriño, nunca supe por qué el motivo de este apodo. Sé, porque así me lo hicieron saber, que me lo puso Pepito, un primo hermano mío quien merece capítulo aparte. Como iba diciendo, el señor cura era una bella persona, además de un muy buen director espiritual de su grey, en el decir de todo el pueblo. El primer recuerdo que tengo de él data del día de mi Primera Comunión. Antes de tomar la Sagrada Hostia me confesó y, espero no romper el secreto de confesión, solo me hizo dos preguntas, que yo recuerde, y fueron las siguientes, «si decía palabrotas», a la que contesté con un no rotundo y la segunda que si «ni siquiera había dicho la palabra carballo», la pronunció tal cual, para no decir «carallo» (pene). Muy sorprendido por la pregunta respondí rápido: «No señor». El señor cura, además de ser un buen pastor en lo espiritual, en su faceta humana, tampoco era parco. Por conversaciones que escuchaba y no entendía,  en mi casa, don Manuel era sobre todo una gran persona en su faceta humana. Por esas conversaciones a las que me refiero, con el tiempo las comprendí, Nuestra Señora la Virgen de la Asunción, tenía y, aún debe seguir teniendo, unos terrenos que almas caritativas habían donado en testamento a la Virgen. Esos terrenos los manejaba el cura párroco, a la sazón, don Manuel, y los explotaban vecinos cuyas tierras de cultivo eran, más bien pocas. Ese aprovechamiento les costaba unos dividendos, muy pequeños que le eran abonados al cura de la parroquia. El sacerdote de turno, utilizaba, a su vez, esos dineros, haciendo préstamos, sin apenas intereses, a parroquianos que necesitaban realizar alguna compra, una caballería, una vaca, un carro, un terreno, algo que necesitara para su supervivencia. Don Manuel Fírbida fue un hombre modélico en su misión de apostolado vecinal y se prodigó haciendo el bien como su Maestro le indicaba: «Haz el bien y que no se entere tu mano derecha de lo que hace la izquierda». Ahí me quedo. Don Manuel, estoy convencido que sigue cuidándonos desde ahí arriba. Siga haciéndolo, por favor.

 

 

 

EL CAMINANTE: PERSONAS EN MI VIDA

Comienzo hoy una nueva etapa recordando personas que han tenido mucho que ver en mi existencia y han construido el edificio que desde hace ochenta y tres años ocupo. Como mis sufridos lectores comprenderán y estoy seguro me disculparán porque lo haga, empezaré por la la señora Claudina Rodriguez Martínez, mi santa madre.img_20180823_1910565842223784778635596906.jpgNació mi madre en el año 1901 y se casó a los 16 años.  Desde el primer momento que unió su vida a la de mi padre, se negó a sí misma, para convertirse en una emtrega total a su marido del que permaneció enamorada hasta los postreros instantes de su vida. Recordamos todos sus hijos las últimas palabras antes de entregar su alma al Dios en que siempre creyó: «Cuidar mucho a vuestro padre y nunca dejeis de quererle». Dio a la vida ocho hijos y, además tuvo tres abortos. Trabajó lo indecible para, en una economía propia de la época, conseguir que nunca pasáramos hambre. Ninguno de nosotros le escuchó una frase contra nadie. Jamás negó un bocado de pan, un trozo de tocino o una taza de caldo, a las personas que se acercaran a su puerta mendigando un mendrugo. Cultivó la tierra en las condiciones más precarias que se le pueden dar a cualquier madre de aquellos tiempos: un hijo en brazos, otro en el vientre, un tercero de muy corta edad tirando de la soga de las vacas para que no salieran del surco y en la mano, la rabela del arado. Nunca de su boca salió una palabra mal sonante ni  a sus hijos profirió castigos corporales, solo a mí, por dejar que la becerra mamara y dejara vacía la ubre de la única vaca que daba la leche en aquellos momentos, para el desayuno. Lo hizo con una ramita de pino con la fronda seca. Me pasé la noche sacándolas de la cama. Eso sí, al momento de castigarme vino a verme por si me había hecho mucho daño. Frases que llenarían tomos y tomos nos dejó para la posteridad. Mi hermana mayor, Luzdivina, le preguntó un día: Mamaiña, si las cinco vacas están dando leche, hay para todos y si solo hay una que da muy poca, también llega para todos, ¿cómo lo hace? La respuesta, envuelta en una dulce y comprensiva sonrisa, no se hacía esperar: «Filliña (hijita) en la fuente de Brais, tienes la respuesta». Cuando más podría haber disfrutado de la vida, físicamente se nos fue, porque ella permaneció en nosotros con plena vigencia. Ya lo dije, era muy creyente. Siempre recordaremos, cuando ya estaba en el lecho de muerte, tenía en un lateral de la cama un Crucifijo y más de una vez la escuchamos hablarle. Lo que más le repetía era: «Tampoco has esperado mucho para llevarme contigo» Tenía sesenta y dos años. Siendo, para mí, una mujer ejemplar, fue hija de su tiempo y como ella eran la mayoría de las madres que habitaban estas tierras. Había poco, pero alcanzaba para todos. Y, lo mejor, es que no necesitábamos más para ser felices. Ellas, las madres, con su comportamiento nos marcaban las pautas y a nosotros nos satisfacían, no aspirábamos a más.

 

 

EL CAMINANTE ¿…? REFLEXIÓN

Se me ocurren un sin fin de titulares, sin embargo ninguno de ellos aglutina en su contenido lo que quiero expresar. Pongo entre interrogaciones todo aquello que al docto lector se le ocurra pensar, si se para por unos momentos, en el mundo que nos ha tocado vivir. Reduciré los espacios para no perdernos. No, en el mundo… sino en el momento en el que nuestras vidas se están desenvolviendo. En absoluto me refiero a nada en concreto, sino en el aspecto genérico dentro del cual se engloba cada instante de nuestra vida, ni siquiera diario sino instantáneo. Por supuesto, y así lo he expresado en multitud de ocasiones, que admito que somos seres mutantes, y tanto es así que en poco o en nada nos parecemos en unos segundos a cómo éramos instantes atrás. Solo hace falta el más insignificante motivo para que nuestra actitud no se parezca en nada a la que era unos segundos antes. Y, ¿a dónde nos conduce esa fácil vulnerabilidad? No tenemos más que observar nuestra propia predisposición a cambiar de opinión en innumerables situaciones que se nos presentan cada momento de nuestra existencia. Y, no es tan ostensible porque, de alguna manera construimos una carcasa de autodefensa de nuestra propia debilidad para no someterla al juicio implacable de nuestros semejantes. Ese habitáculo es tan inaccesible como vulnerable, dependiendo de la capacidad que tenga, quien intente abordarlo. Por supuesto teniendo en cuenta todo lo expresado anteriormente.