Corona de Espuma

La Bibloteca de Neptuno

Todos los días hacía el mismo recorrido, daba igual que hiciera frío o calor, fuertes vientos o lluvia. A la misma hora, por la mañana y por la tarde. Desde su casa al acantilado, con un libro entre las manos, caminando como si no tuviera prisas por llegar a ninguna parte. No levantaba los ojos de las letras. Tan bien conocía el camino y los obstáculos que sabía estaban en él, que, mecánicamente, los sorteaba. De alguna manera aquel hombre, fuera por su porte, en el vestir, su sobriedad en el caminar o por la puntualidad y rigor con que hacía sus paseos, llamó inusitadamente mi atención.

Recién llegado de Africa, en un estado de ánimo poco o nada optimista, busqué refugio lejos de personas y situaciones que, de alguna manera, pudieran hurgar en la herida. Después de mucho buscar y pensar, me acordé de un pueblo de la costa portuguesa que en alguna ocasión tuve que visitar, primero por razones profesionales y después porque, al conocerlos, me cautivaron, tanto el carácter de sus gentes como la peculiaridad de su costa: Peniche.

Conseguí alquilar una casita baja, muy sencilla en todos sus aspectos, tanto de arquitectura como de espacios. Tenía una finca no muy grande que se podía dedicar a huerta, ya que en ella había un pozo propio que no se agotaba el agua. La rodeaba un muro de poco más de medio metro de altura, construido con piedras pequeñas de origen volcánico, que le daba un carácter algo fantasmagórico, al mismo tiempo que de intimidad, y a la vez, le imprimía una buena dosis de original colorido. Y, lo que era mejor, cubría a las mil maravillas mis necesidades y exigencias, que, como puede suponerse, no eran muchas, ya que lo único que realmente deseaba era oir el silencio, apartarme de todo lo que significara actividad y hallar espacios libres done pudiera encontrarme a mí mismo. Tanto dentro como fuera de la casa se oía perfectamente el susurro de las olas o el rugido del océano, cuando sacaba su furia de gigante embravecido.

En un ambiente, casi de asceta, me entregué a la lectura, a escribir y sobre todo al difícil proyecto de olvidar los recuerdos de los últimos tiempos en Sidi-Ifni y en el Aayun, en las colonias de Africa Occidental.

Y el destino quiso que uno de los remedios que más y mejor me acomodaba, que más distracción me producía, era aquel hombre de puntualidad exquisita, aspecto señorial, enjuta figura, pausado caminar, que, cada día y a la misma hora, hacía el recorrido camino del acantilado.

Su rigor en el horario, también me acomodó a mí. Sin darme apenas cuenta, yo estaba, en el preciso momento que él cruzaba por el frente de mi casa, pendiente del hombre de gorro de marinero que dejaba entrever el pelo blanco que cubría sus sienes y que la luz del sol hacía brillar de una manera muy particular. Su paso para mí era como una liturgia, a la cual asistía sin que, ni yo mismo, entendiera la razón que me inspirara tanto respeto, no exento de una morbosa curiosidad que sin embargo en ningún momento deseaba satisfacer.

En alguna ocasión observé que, al cruzarse con otra persona, saludaba muy correctamente, pero sin levantar la vista, al menos en apariencia, de la lectura. A mí me sucedió en varias ocasiones, sobre todo cuando el oleaje era tan intenso que me apetecía verlo en primera línea, haciendo que las olas me salpicaran el rostro. Era superior a mis fuerzas, pero me apetecía desafiar el violento oleaje y reirme de sus malas intenciones de arrastrarme a las entrañas del océano, pero que no conseguía, sobre todo porque siempre me colocaba en la roca que estaba un poco más alta que aquella donde rompía. Sin embargo me ilusionaba saber de mi inmunidad y disfrutar del frescor de su caricia.

Sentía un placer especial, colocarme encima de aquellas rocas laminadas, a las que terminé por llamar La Biblioteca de Neptuno, tal es la semejanza con unas descomunales pilas de libros que emergen de las profundidades del océano, colocados en posición horizontal. Es un paisaje alucinante, el ideal para que el Dios de los Mares venga cada noche a leer en las páginas de aquellos gigantes papiros encuadernados en noches de luna llena y cosidos con los hilos de estrellas que huyen, a sabe Dios dónde, durante miles de años de erosiones, y escritos por seres que habitan en cascadas de arco iris, que cabalgan envueltos en mantos azules coronados con diademas de diamantes, tachonados con incrustaciones de rubíes, que suben de las profundidades, con los verdes esmeralda de los atardeceres y el azul oscuro de amaneceres sosegados.

Contaba hasta cientos, las olas que llegaban, una detrás de otra. Esta jugando al escondite en las gruesas arenas de la pequeña playa que se alimentaba de las erosiones de las rocas más blandas, aquella abrazando los grises acantilados que se atrevían adentrarse en el mar. En cada una de ellas podía verse el mensaje que transportaba de las experiencias vividas allende los mares, en su largo navegar Las que se introducían en las profundidades cavernosas del acantilado, eran las más tenebrosas, imponían pavor y yo las seguía con especial curiosidad e interés, esperando que al salir de las entrañas del acantilado, trajeran cabalgando sobre sí cualquier monstruo, rescatado de, sabe Dios dónde.

Cuántas veces me ví reflejado en aquellas ondas bravas a su llegada, y domadas después de sus embestidas contra las rocas. Sentía mis carnes romperse con lacerantes dolores e inmediatamente restañarse y volver sobre los mismos pasos.

Un día, recuerdo que era domingo, por la tarde, llamaron a mi puerta. Una señora, requería mis servicios para atender un vecino que se había encontrado mal y por ser festivo no había asistencia en el centro médico. Me extrañó mucho el requerimiento porque yo a nadie había dicho cuál era mi profesión. Por supuesto que inmediatamente tomé mi maletín, con lo más indispensable, y acompañé a la señora hasta la casa donde se encontraba el presunto enfermo.

Nada más llegar a la cancela de madera que cerraba el paso, para acceder al pequeño jardín, me percaté que la casita era donde veía entrar al paseante diario, hacia y desde la costa. Aunque nunca le había visto de cerca y si alguna vez nos cruzamos, solo nos hicimos un saludo cortés, inmediatamente le identifiqué.

Estaba echado en un sencillo sofá que había en el pequeño salón y me miró esbozando una sonrisa de agradecimiento. La señora que me acompañaba me acercó una silla y me senté al lado del enfermo. Le pregunté qué le había ocurrido y qué síntomas tenía. Me respondió que hubo un momento, sin un motivo aparente, subiendo una pequeña cuesta, comenzó a faltarle la respiración y sentía su corazón latir a velocidad de vértigo. Se paró un poco y después de dos o tres minutos se tranquilizó y pudo seguir caminando hasta llegar a su casa, pero se quedó muy preocupado porque nunca le había sucedido. Me dijo que tenía setenta y siete años y que padecía los problemas de salud propios de la edad, pero que en general se encontraba muy bien. Me contó que caminaba mucho, aunque despacio y que le encantaba respirar los aires puros que venían de la mar porque, además del olor a yodo y a mil cosas más le relajaba de una manera increible. Le dije a la buena señora que le preparara una manzanilla. No le dí ningún medicamento porque realmente se encontraba bien, tanto de tensión arterial como de color y pulsaciones.

Me quedé charlando con él un buen rato. Era un excelente conversador que invitaba y gustaba escuchar.

Después de prometer visitarle al día siguiente, me despedí, no sin antes decirle, tanto a él como a la vecina que no dejaran de llamarme en cualquier momento que pudiera hacer falta.

En vez de ir hacia mi casa me apetecía acercarme al acantilado. La tarde estaba serena y la mar muy calma. Una suave brisa marina traía el sabor a moluscos y ese olor siempre despertaba en mí un sentimiento de añoranza llevando la mente a los primeros años de mi infancia en la marinera Pontevedra. La Pontevedra de principios de siglo XX olía en todos sus rincones a pescado y sobre todo a marisco. Y ese era el aroma que ahora la tenue, casi imperceptible brisa, acariciaba la superficie del agua y traía de la mar, hacia tierra adentro. Según me acercaba a la orilla, iba pensando en el hombre que había requerido mi presencia en su casa y de nuevo estaba de acuerdo conmigo mismo. Aquel hombre tenía algo especial. Su serenidad, su prestancia su claridad en la mirada, irradiaban algo que hacía sentirse bien en su presencia. Era parco en palabras, tanto como certero en sus matices. Pero había algo más allá en el fondo de su actitud que tenía aún mayor fuerza de atracción. De alguna manera me sentí ganado, sin que, ni por su parte, ni por la mía, se prefijaran razones aparentes para ello.

Sumido en mis pensamientos ni cuenta me dí que estaba sentado en una de las pilas de libros de la Biblioteca del Dios Neptuno. Miraba las tranquilas olas que venían a dormirse bajo las arenas grises de la playa y ese dulzor acre, que se amasa con la mezcla de sal, yodo, sueño y silencio, me produjo un sopor que me obligó a levantarme y seguir caminando. Lo hice sin rumbo.. Por mi cabeza comenzaron a desfilar personajes y situaciones, algunas de las cuales no quisiera recordar, sin embargo eran las que más intensamente martillaban mi mente. Otra vez me serví de mi vecino, el paseante diario, con su libro entre las manos y su paso lento. No sabía porqué, pero algo me hacía pensar que aquel hombre era portador de vivencias muy interesantes, saliéndose del común denominador de las personas.

La suave brisa amainó y el atardecer invitaba a dejarse llevar por los caminos de la mar y dedicarse a engarzar collares con las estrellas que el sol tallaba en la superficie del agua.

Como prometí, al día siguiente, a eso de media mañana me acerqué a ver a mi circunstancial paciente. Le hice una revisión rutinaria y lo encontré muy bien. Me contó que había pasado la noche muy tranquilo y que, en ningún momento, se había repetido nada de lo acontecido el día anterior. Estuvimos hablando de varios temas, demostrando en todo momento una exquisita pronunciación y un dominio muy laudable de los temas que se trataban. Sobre todo los concernientes a la mar. Me contó que fue marino muchos años, jefe de máquinas de un buque mercante y hasta en sus años mozos estuvo embarcado en un ballenero, pero poco tiempo. Recordaba con claridad meridiana muchas de las travesías y lo cómoda de su profesión, mientras las máquinas funcionaban bien. Le daba tiempo para la lectura por eso se convirtió en un devorador de libros, en especial, los que trataban de Sirenas y Tritones. Me señalaba sus estanterías repletas de toda clase de volúmenes, en especial los relacionados con las historias de los Mares Nórdicos. Destacaba, por lo mucho que había sido utilizado, La Odisea por la que, él mismo me confesó, sentía auténtica pasión. Muy especialmente en el cántico donde Homero relata el momento en que Ulises amasa con sus fuertes dedos el bloque de cera para taponar los oídos de sus compañeros para que no escuchasen el ´subyugador canto de las Sirenas. Libros de las islas Shetland, donde tanto abundan los relatos de las Reinas de los mares. La Leyenda de los heraldos del Rey Cristian IV cuyos mensajeros capturaron un Tritón y se lo obsequiaron como presente. La Leyenda del Comerciante de Nogorod, llamado Sadko, quien se fue un día al borde del agua a llorar sus penas por lo pobre y necesitado que era. Tan pobre que solo le quedaba un instrumento musical llamado gusli con el cual comenzó a tocar una serenata que llevaba tocando desde su más tierna infancia. Tan bien lo hacía que, desde lo mas profundo de las aguas, emergió Morskoi, el Rey de las profundidades, quien en agradecimiento le colmó de riquezas y bienes. Por unos momentos apartó su flemática actitud y pareció emocionarse hablando de los temas legendarios de la mar, que para él tenían una gran dosis de realidad. Luego me habló de cosas de su profesión. Que, una gran parte del tiempo era liberado, pero cuando se producía alguna avería, las cosas se complicaban. Lo curioso, decía no eran las averías graves las que creaban problemas, para ellas siempre había repuesto, lo malo eran las pequeñas roturas, las averías tontas que obligaban a solucionar el problema en el momento, fabricando, incluso, las piezas en el mismo barco, buscando soluciones de lo mas peregrinas.

Se hizo la hora del almuerzo. Me invitó a comer. Se lo agradecí pero decliné la invitación, dejándolo para otro día.

Aquella relación fue tomando cuerpo hasta convertirse en una amistad sincera de mutuo respeto y correspondencia. Lo que nunca hicimos fue salir juntos a caminar, eran unos espacios que ambos intentamos no invadir en un pacto silencioso e inquebrantable. Era como si ambos tuviéramos necesidad de unos momentos a solas en conversación con el mar y los acantilados.

Pasaron varios meses y nuestra amistad, cimentada, sobre todo en el respeto mutuo, iba consolidándose día a día,

Una tarde del mes de noviembre, sentados en el saloncito de mi casa, me dijo que tenía interés en que yo leyera unos escritos que él tenía. Era una especie de diario, desde la fecha en que él llegó a vivir aquí a Peniche. Que me agradecería que le diera una opinión de todo ello, como médico y creía sinceramente que todo lo que cuento pudo realmente ocurrir o pudo ser fruto de una mente algo enfermiza.

Le expresé mi gratitud por la confianza que me demostraba pero intenté disuadirle de hacerme portador de sus vivencias íntimas. Insistió y no tuve más remedio que aceptar su oferta, que, en mi fuero interno me agradaba porque presentía que debía ser algo muy interesante.

Después de comer, tomé el cuaderno que estaba primorosamente cuidado y lo abrí. La primera página estaba en blanco. En la segunda había una anotación en la parte superior alusiva a las intenciones que le animaban a escribir lo que quería contar. Parece ser que empezó a relatar los hechos unos días después de…., pero haciéndolo como si comenzara el primer día…….

Dieciocho de Diciembre.- Por la mañana salí a dar mi cotidiano paseo. Estoy leyendo por cuarta vez, La Odisea de Homero. Llego al sitio donde hago mi primera parada. Justo al lado de un pequeño monumento a los desaparecidos en la mar y que jamás han vuelto. Hace algo de viento de tierra y decido bajarme por el sendero que da acceso a la pequeña playa que he denominado La Sirenita, por su forma, muy parecida a la Reina de los Mares. Aquí abajo estoy al resguardo del viento y se está muy bien. Estoy sentado en una pequeña roca a la que llegan las tranquilas olas sin salpicarme.

Han pasado dos horas y la mar comienza a moverse con alguna intensidad. Me subo hacia la mitad del camino y de nuevo tomo asiento sin dejar la lectura. Cuando llego al momento en que Penélope es acosada por los hombres que dan a Ulises como muerto, de pronto me recuerdo que hace años que algo parecido ocurrió a la que fuera mi compañera. Cierro el libro y no puedo evitar que unas lágrimas empañen mis ojos. Hace mucho tiempo pero el recuerdo sigue vivo.

Con la mirada perdida en el horizonte, veo el oleaje encresparse con una violencia repentina. Las olas se persiguen con la intención de agredirse. Vienen limpias pero trenzando tirabuzones en alocada competencia. De pronto, en una que conservó su altura hasta casi las mismas rocas me pareció distinguir los ojos y el cabello de una mujer envuelta por la cresta de la ola. La seguí hasta que se introdujo en una de las cavidades del acantilado. Seguí allí, no sé cuánto tiempo más por si volvía a ver aquellos ojos y aquella cabellera de mujer, pero no fue posible.

Regresé a mi casa, pensando si fue una alucinación, fruto de mi estado de ánimo o si realmente había parte de un rostro de mujer en aquella ola que se adentró en la gran caverna. Esa imagen no se alejaba de mi mente.

Por la tarde, regresé al mismo sitio. La mar estaba, incluso, mas brava que por la mañana. Seguí sin pestañear, el arribo de todas las olas por si en alguna de ellas llegaba mi ilusionante imagen. Nada de eso sucedió y me fui a casa algo decepcionado. Tardé mucho en dormirme. Si tenía los ojos abiertos esperaba en cualquier momento ver aparecer aquella figura diluida entre la espuma. Sus ojos almendrados y su larga y ensortijada cabellera orlada de una corona de diamantes, me obsesionaba. Si cerraba los ojos, la visión aún era más real. Atronaban en mis oidos el furor de las olas que contrastaba con la ternura que veía en aquel mirar nunca visto. Me preguntaba a mí mismo, qué me estaba sucediendo, cómo era posible que a mis años pudiera sentir emociones tan descontroladas. No hallaba respuesta, porque realmente tampoco la esperaba. Al fin me rindió el sueño, bien entrada la madrugada.

Diecinueve de Diciembre.- A pesar de la desilusión que tuve el día anterior por la tarde, no perdí la esperanza de que se repitiera la visión que tuve por la mañana, por lo cual, en cuanto me fue posible de dirigí al mismo sitio que ocupé ayer. Apenas abrí el libro, no quería perderme la llegada de ninguna ola. El oceano trabajaba con violencia y batía el acantilado con furia descontrolada. Esperando, se me fue el tiempo. No sucedió nada de lo que yo esperaba, ni por la mañana ni tampoco por la tarde.

Veinte de Diciembre.- Rompí mi hábito de la hora del paseo y madrugué un poco más. Llegué a las rocas y me senté en lo más alto. El mar estaba tranquilo. El sol, nada madrugador, subía perezoso haciendo brillar los desgastados salientes del acantilado Las horas pasaban lentas y yo no podía concentrarme en la lectura. Me detuve al lado de un matorral cuyo aroma me invitó a sentarme. El mar siguió en calma y nada de lo que yo deseaba sucedió. Comenzaba a pensar lo que el primer día imaginé que fuera, una alucinación fruto de un estado febril que ni yo mismo detecté.

Veintiuno de Diciembre.- La mar está rizada. No quiero creer lo que yo mismo me digo, sin embargo los acontecimientos dan la razón a mi sentido común. Pero no me resisto, sería tan bonito si fuera cierto….. Algo que no quiero dejar que aflore, habita en el rincón más profundo de mi corazón y no es otra cosa que el miedo a la soledad. Quiero estar solo y sin embargo la soledad me oprime el alma y esa utópica realidad rompería ese sentimiento. Me puse a leer intentando olvidar, por un momento, lo que no quería olvidar. Me concentré en la lectura pero cada rato levantaba la vista hacia el mar. Las olas eran más grandes y se perseguían con mucha insistencia, fabricando enormes tubos de color esmeralda, en los que transportaban incontables cantidades de diamantes y perlas. Al medio día regresé a casa, no quería obsesionarme demasiado con algo que, de alguna manera, ya resultaba evidente, pero notaba que los espacios se agrandaban ante mí. Por la tarde a la hora acostumbrada salí hacia el sitio de siempre y una fuerza interior me empujaba a sentarme en el mismo lugar desde donde vi lo que creí ver y que ya empiezo a dudarlo. De nuevo quise concentrarme en la lectura pero ello no me era posible. Tenía que leer las cosas varias veces para enterarme de los contenidos. Casi me enfadé conmigo mismo y cerré el libro. Un bando de gaviotas volaban jugando a rizar el viento, haciendo tirabuzones por encima de las olas, bajando hasta casi tocar el agua. Las seguí hasta que se perdieron entre las brumas que producían las ondas en su alocado galopar. Los párpados me pesaban como losas y me costaba infinitos esfuerzos mantener los ojos abiertos, a pesar de no tener sueño. Y de pronto. ¡¡La vi!! Allí estaba. Con sus grandes ojos iluminándolo todo. Su cautivadora sonrisa, por primera vez me permitía ver una hilera de blancos dientes, que desprendían destellos perlinos y su cabello, negro azabache, suelto al capricho del viento. Poco a poco siguió emergiendo del tul que la envolvía y me miraba. Una fuerza interior me impulsaba hacia ella pero otra más potente me retenía, impidiéndome que me levantara. Temía, a pesar de su tierna mirada, que, si me movía, se asustara y pudiera perderla. La ola se acercaba con ella a su grupa. Cada segundo la veía más cerca de mí y las sensaciones eran indescriptibles. Un hormigueo placentero invadía todo mi cuerpo y una sensación de infinito bienestar oprimía todo mi ser. Otra ola gigantesca llegó de repente y se llevó por delante a la que llevaba sobre su espuma, al ser que yo mas deseaba contemplar. Me pareció que antes de sumergirse en el seno de las aguas, una de sus manos me saludaba, no como un gesto de despedida sino de querer retenerme en su proximidad, Maldije mil y una veces a la ola que me privó de su presencia, sin embargo, el saber que mi utopía maravillosa, no era tal, sino una palpable realidad, me insufló un huracán de sensaciones incontroladas.

Veintidós de Diciembre.- Ni por la mañana, ni tampoco por la tarde pude ver nada de lo acontecido el día anterior. En varios día todo siguió igual, pero tengo el presentimiento profundo de que en cualquier momento volverá. Sé que así ha de suceder. Lo deseo tanto que no me puede fallar. Si supiera que ella no volvería, la vida perdería para mí todo sentido y no me importaría morir. Más aún, prefería hacerlo, que vivir sin la esperanza de volver a verla. Tanto lo deseo que si ello no es posible,no quiero seguir aquí. Pero sé que ha de venir. Estoy convencido de ello. Lo estoy.

En esos y parecidos términos se expresaba en días sucesivos sin que se cumpliera su ansiado deseo. Yo había tenido un día, anímicamente bajo y tenía ganas de acostarme. Comencé con los prolegómenos para cumplir mi deseo, cuando el timbre de la cancela sonó. Me asomé y era la vecina que atendía a nuestro hombre marinero. Le abrí la cancela y entramos den la salita donde yo hacía mi vida rutinaria. Ella tenía caraa de preocupación y después de disculparse por las molestias que para mi podían suponer el que viniera a importunarme me dijo que estaba muy preocupada porque el Sr. Juan, nuestro hombre había salido como cada día y aun no había vuelto. Estuvimos haciendo elucubraciones para ver los motivos que podían motivar el no regreso a casa y no encontramos ninguno que lo justificara, por lo que sin mas dilaciones cogí una linterna potente que en otros tiempos usaba para pescas y cazas intempestivas y nos fuimos hacia el acantilado. Yo le rogué a la Señora que se quedar a lo que ella me respondió con un no tan rotundo, que no volví a insistir con tal motivo. La mar rugía con fuerza y la luna, en su cuarto creciente, estaba a punto de sumergirse en el lecho que cada noche se le ofrecía, allá en el horizonte.

Aunque en mi última visita no le encontré nada que no fuera normal a sus años, y que me hiciera pensar en una recaida. A ciertas edades cualquier parte del organismo puede resentirse por el mínimo motivo que se presente. Nuestra preocupación iba en aumento, al mismo tiempo que el pesimismo se apoderaba de nuestros ánimos. El no encontrarlo en el camino de regreso a casa, acrecentaba nuestros temores. Se había hecho muy tarde para que estuviera todavía sentado a la espera de algo, porque , ni podía contemplar la mar, ni, mucho menos leer, ya que la oscuridad era total. Ni siquiera dábamos margen de que estuviera dando rienda suelta a su incontrolada imaginación, porque el relente de la noche y el salpicar de las olas, hacía insostenible la presencia en las proximidades de la orilla. Yo con la linterna iba haciendo abanicos por si se hubiera caído en los márgenes del camino. Pero todo era en vano. No había el mínimo rastro de nuestro hombre. A nuestra derecha, la mar seguía con su enfurecido rugir, haciendo víctima al acantilado de su enrabietado mal genio. Continuamente nos llegaba la lluvia fina que la brisa traía hasta nosotros, mojando nuestros rostros y empapando nuestras ropas. Llegamos al lugar donde Juan solía sentarse a leer o contemplar el horizonte, para mandar su imaginación a recorrer los infinitos caminos de la mar en busca de mil y una cosas que él sabía, encerraba el inmenso océano. Descendimos por la senda, por la que nuestro hombre accedía a la pequeña playa, pero pronto nos dimos cuenta que el arribo era imposible. La marea alta, nos lo impedía. De pronto, del espigón natural que protegía la playita en su lado Este, salió un haz de luz que iluminó todo el espacio que se abría ante nosotros. Una gigantesca ola se batió contra la punta del acantilado, y al retornar, sin que la intensidad de la luna sufriera merma alguna, llevaba sobre su bucle el cuerpo de una mujer cuya belleza sobrepasaba todo lo imaginable. En lo alto de la onda destacaba su exuberante busto, recubierto de refulgentes esmeraldas talladas en la profundidad de los mares por los tritones mas expertos. Su estilizado cuello, orlado con esquirlas de estrellas, engarzadas con rayos de luna llena. Y en torno a su cabeza, de la que pendía una larga cabellera, negra como el fondo infinito del océano, una corona de espuma, burbujas diamantinas que iluminaban su rostro de nácar, donde resplandecían dos luminarias verdes, con caricias de sosegados atardeceres. Sabedora de nuestra atónita presencia, nos regaló una sonrisa, luciendo una hilera de perlas de blancura deslumbrante. Mientras la ola se batía en retirada, aquella increíble criatura se volvió hacia el espigón natural e iluminó con absolutal nitidez, la cara de nuestro hombre, que en éxtasis total, la contemplaba con los brazos extendidos, queriendo asir lo que ella le brindaba. De nuevo la oscuridad más absoluta lo invadió todo. Una espesa nube ocultó la luna. Solo mi linterna hería tanta negrura rasgando apenas el lienzo bruno de la noche. Nosotros volvimos sobre nuestros pasos y una vez que dejé a la señora en lugar seguro, busqué otra senda para acercarme donde habíamos visto a Juan, sentado. No fue tarea fácil pero después de mil peripecias pude llegar hasta él. Me senté a su lado y así estuvimos un tiempo. No sé cuánto.. El no podía hacerlo. Yo no quería ni debía romper aquel estado seráfico en que Juan se encontraba. Cometería un sacrilegio si lo hiciere.

El caminante aprendiendo lecciones de prudencia

Ejemplo de honestidad

Es encomiable la lección que recibes de personas cuyo “statu quo” es de una relevancia tal, que en nuestra España de mis entretelas, sería aprovechado para disfrutar de las mas suculentas prebendas y sin embargo optan por el camino de la honestidad.

En mis últimos viajes por el Amazonas, he recibido multitud de lecciones de todas clases. Algunas de ellas ya intenté transmitirlas en mis relatos anteriores. Tal vez la mas dificil de explicar, sea mi incapacidad para transpolar las sensaciones que experimentas cuando te sumerges en ese mundo de agua y selva e intentas sacarlo para que los demás gocen de lo que tu ves y vives. Es tan grandioso que las palabras se quedan pequeñas para narrarlo y hacerlo sentir.

Pero hay otra parte de ese macro universo Amazónico que tiene mucha mas relevancia, y son sus habitantes. Es increible, desde afuera, entender la grandeza de sus gentes, tanto las que viven dentro del ecosistema de bosques, ríos y meandros, como las que habitan en sus entornos, un poco mas afuera. Ya narré la respuesta que me dió una dama joven, de Marasha, en la ribera de Colombia, cuando le pregunté, cuál era su edad y ella respondió de inmediato, sin que en sus palabras hubiera intencionalidad malsana “¿De cuántos me necesitas, mi amor ?” En su respuesta estaban todos los contenidos, a mi, si se quiere, indiscreta pregunta. Si necesitas una mamá, tengo setenta, ochenta…. Si necesitas una niña, puedo mostrarme como de ocho, nueve……Si necesitas una compañera imagínate que tengo veinte, treinta…..o, los que a ti te parezca mejor.

Ya en la zona de Colombia, y después de convivir con ellos bastantes días y reconocer su hospitalidad y honradez les invité a que de alguna manera tenían que hacer un ejercicio de responsabilidad e impedir que unos cuantos energúmenos creen un ambiente tan desfavorable para los colombianos, con sus comportamientos por Europa, y, en especial en España. Tampoco fueron prolijos en la respuesta, aunque en su brevedad, iba todo el contenido de sus convicciones “Le devolvemos, aun sin quererlo, parte de lo que ustedes nos mandaron cuando la Colonización”

Pero donde mi admiración alcanzó cotas elevadísimas fue en una de las muchas conversaciones que mantuve con un personaje joven , treinta y dos años, de mente muy clara e ilusiones hasta donde la mente humana pueda alcanzar. Es, actualmente Secretario de Minas de un Departamento de Colombia, con rango equivalente a viceministro, con despacho directo, tanto con el Gobernador de Antioquia, como con el Ministro del ramo. Cuando ya nuestra conversación, se desenvolvía a nivel de amistad, me dijo un día, después de preguntarle si se presentaba en las próximas elecciones. No, no me presento, quiero trabajar varios años en mi profesión ( es un buen abogado) para conseguir una solvencia económica y cuando gane dinero, volver a la política, con fuerzas renovadas para poder hacer realidad una serie de proyectos que llevo acariciando ya , algunos años.

No pude evitar que mi mente abandonara aquel paraiso y cruzara los oceanos hasta cualquier punto en el que se halle un político de mi país, donde la mayoría, lo único que busca es un hueco en la Administración para intentar hacerse rico con las prebendas que pueda procurar. Es cierto que no todos son así, pero los pocos malos ejemplos que conocemos, se extienden como las malas hierbas, llenándolo todo.

Caminar es creer en mi

El caminante tiene necesidad de hacer honor a su nombre

Hace muchos años, a mi me parece que fue ayer, me decía Don Silvino Real Martinez, mi primer Maestro serio, que para creer había que ser decidido y tener confianza en los demás. Era, ir a una tienda y pedir al tendero, que algunas veces ni conocías, un bote de melocotones. El te lo daba y tu confiabas que, en aquel bote, iban, eso, melocotones. Caminar es, un poco o un mucho, eso mismo,es un acto de fe, cada vez que intentas dar un paso, no sabes lo que puede acontecer pero tu lo haces y sin darte cuenta te vas sorprendiendo continuamente mientras caminas. De ahi que sea tan ilusionante la función de Caminar, es un continuo descubrir lo que halla uno a su paso y descubrirse a sí mismo. A ese placer de contemplación hay que añadir el otro, del constante desafío de quedarse en la comodidad o seguir en la pesquisa de lo siguiente, de lo que hay un poco mas allá.Yo nací con el ansia de tener un primer pensamiento de tirarme hacia delante y, casi, al instante poner remedio a la caida, adelantando la otra pierna para evitarlo.

La vida es un acontecer generoso. Está siempre presta a brindarte algo nuevo, algo que regale tus sentidos, lo que ocurre que nosotros, no siempre estamos en condiciones idoneas para recibir, como debiéramos, esas dádivas, por lo que la sorpresa no cumple el objetivo que quisiéramos que cumpliere. Pero también esos momentos encierran su encanto y, sobre todo, entrañan una dósis de enseñanza que, bien aplicada, nos sirve de expreiencia para futuras situaciones.

Cada paso que da el caminante, le brinda una nueva perspectiva de lo que había antes de hacerlo. Todo se parece y nada es igual. Casi siempre tenemos la idea del inmovilismo, pero no es así. Cuando movemos la otra pierna para evitar la caida, ya hemos cambiado lo inmediato y el horizonte. Y lo que había detrás de nosotros, también está totalmente cambiado. Hasta nosotros mismos, en nuestro interior, es diferente. La percepción de las cosas, es distinta y nuestro filtro receptor ha sufrido también una mutación, en la línea que el nuevo momento lo marca. De ahí que sea tan gratificante el caminar, porque une al hecho de evitar la caida, regalar los sentidos con todo lo nuevo que hallas, con solo hacerlo. Desde que supe que, una vez que deje este mundo, voy estar billones de años luz inactivo, no soporto, mientras mis fuerzas me acompañen, la idea de estar quieto. Y ya no me refiero solo al movimiento de las piernas, a las que uso solo como un símil comparativo, sino a la mente. Para varias cosas, muy importantes, la vida me ha dado un icono y cuando algo se me atraviesa y reniego de la situación, inmediatamente aparece mi referente, que no es otro que, el nunca suficientemente bien reconocido, Director de nuestra bien querida Encomienda Mayor de Castilla. Nuestro Director es un milagro continuo haciendo lo que hace. Habrá quien diga “Gracias a la familia y personas que le apoyan” Cierto, pero eso mismo es parte del milagro de andar. Yo, ya lo digo mas arriba, a veces me pararía, pero recordando al modelo que tengo, me aborrecería a mi mismo si lo hiciere. Eso es caminar, hacer el milagro de moverte en busca de otro lugar, físico o mental, pero hacerlo.

El Caminante sigue su andadura en busca de su identidad y como ser pensante, va orientándose por los hitos que pusieron los que antes han pasado y con la mente puesta en quien, con su singular ejemplo, le sirve de Norte y estímulo. Larga vida a Encomienda y a su creador. Los que vamos poniendo mojoncitos, hagámoslo de forma que los que atrás vengan, no se pierdan en las encrucijadas que hallarán a su paso.

Estremera y sus gentes

El caminante recordando vivencias de antaño.

Han pasado los años, muchos años. Como hoy, hace muchos años, mi hermano mayor me subió al tren en Pontevedra. Nunca lo había hecho hasta ese día. Me recomendó a unos soldados que también viajaban, según ellos, para Madrid, me deseó buen viaje, un abrazo y no recuerdo mas. Aquello sí era viajar. Al día siguiente, cubierto de carbonilla y con los ojos como platos, arribamos a la Capital.

Vi a mi padre en el andén y no esperé a salir por la puerta. Salté por la ventanilla, ignorando mi pequeña maleta de cartón piedra y otro paquete que me encomendaron entregara a mi progenitor. Comí a mi padre a besos y a buscar un taxi que nos llevara a la Calle Drumen.Mi padre le preguntó cuánto nos iba a costar. No se fiaba de los taxistas. Después de una ardua discusión acordaron el precio desde Príncipe Pio en once pesetas. Por la tarde el coche de Ruiz nos trasladó a Estremera. A mí me parecía muy largo el viaje. Cuando llegamos a los Pozuelos me dijo que faltaba poco. Ya él había alquilado una casita que solo tenía una habitación y un hogar para cocinar y producir calor para no aterirnos de frío. La tal vivienda pertenecía a Tino, un señor muy simpático que, me parece recordar, era barbero.

Esos fueron los principios de mi arribo a Castilla y el inicio de mis andanzas por el planeta tierra. No tardé mucho en ganarme el cariño de aquellas gentes que vivían en la misma calle. Recuerdo a todos con mucho placer. El Tío Pericón, un hombre de bien que al igual que sus hijos me trataron como si hubiera nacido en su propia casa. El Tio Nazario y su encantadora familia. Varios hijos varones y creo que solo una hija, bellísima. Creo recordar que se llamaba, y Dios quiera que se siga llamando Angelines. El Tio Inocencio, el de la tienda. Siempre amable. Muy serio pero en todo momento servicial- Don Ventura. Aquel hombre tan serio que no sonreía ni que le hicieran cosquillas, con su pasado un tanto oscuro. El y su esposa que siempre estaba enclaustrada. Y un poco mas retirado de mi “casita” el Tío Julián de la posada y la Señora Elvira, su hacendosa esposa. Grandes cocineros ambos. Bastante valen los tan cacareados Master Chefs que pululan por doquier, a su lado. Elvirita, su pispireta niña. Julio Montejano, el primer melón que me comí en mi vida me lo regaló él. Grande y tan sabroso que aún hoy al recordarlo se me hace la boca agua. El tío Vitorino, amigo del número uno de la tauromaquia, cuyas fotografías empapelaban las paredes de la taberna y, según decían, hasta de la habitación, Luis Miguel Dominguín. Gracias a él, al Tio Vitorino, Estremera tuvo el privilegio de ver torear en su agalerada plaza de toros, a Luis Miguel Dominguín y a su hermano Pepe, ¡¡Ay del osado que se atreviera decir que Luis Miguel no era el mejor de todos los tiempos!! Siguiendo con mis recuerdos, tengo uno muy entrañable para otro de los hombres que en el discurrir de los tiempos tuve siempre como icono, referente en tantas cosas que, aun hoy, traerlo a mi mente, me produce placer. El no es otro que Don Manuel Martínez Aedo, El Poeta. Con su paso, siempre ágil, como si danzara, haciendo jugar su bastón, su inseparable koquer negro, silbando, sabe Dios qué melodía, partecía componer poemas cada vez que iba hacia los Pozuelos o La Madrá. Y así tantos y tantos personajes que sería interminable relatar. Don Teófilo, el bonachón y paternal Cura que tanto hizo porque se comenzaran las obras del Canal de Estremera. El Tío Manzano, el mejor carnicero que vieron los tiempos, matando las ovejas viejas de su hermano el Tío Toribio, haciendo que supiera la carne como si fuera de cordera.

Don Santiago Gómez Espita, padre de un montón de hijos, todos guapos. Los mencionados y muchos mas que no cabrían en la revista, hicieron que mis primeros tiempos en Castilla, en Estremera, sin el amor cercano de mi madre, fueran uns tiempos muy felices. Sobre todo en un momento de trasplante tan dificil. Coincidía, precisamente en la época que se construyen los cimientos que han de regir después el devenir de las personas. Al igual que sucede con los árboles cuando se cambian de sitio. Si el terreno es malo y no se cuida en sus inicios, sale torcido o se muere.

En otra oportunidad, que pido a Dios me sea dada, seguiré citando personajes que Estremera engendró, para placer de los que les conocimos. Hoy quiero terminar con dos, cada uno, por razones muy diferentes, marcaron mi existencia.

No sería yo honesto, si en este recuerdo a las personas con las que de una u otra manera compartí momentos muy bellos, no tuviera uno muy especial para un hombre que, según mi humilde parecer, tuvo un comportamiento ejemplar, comprometiendo su propia persona en beneficio de los demás. Me refiero al Sr. Camacho, Antonio Camacho, alias “Marria”

Y yo conocí los hechos que enaltecen la persona de Antonio Camacho, antes de conocerlo a él. Años después, sin darle demasiada importancia y sin resabios de ninguna clase, el mismo Antonio me los corroboraba, en nuestras muchas charlas en los amaneceres en los riscos de Manroyo o cuando el sol se iba para los pagos gallegos, en los guijarrales del Maquilón. Camacho fué nombrado por votación popular, alcalde de Estremera, en plena Guerra Civil. En un momento que grupos de los mas diversos pareceres pululaban por doquier. De Carabaña, de Brea, de Fuentidueña , En fin de los pueblos más próximos y no tan cercanos, venían gentes con muy malas intenciones. Todos los días aparecian por las cunetas algún cadáver a quien por la noche le habían dado “el paseo” Se suponía y más de cuatro sabían, que las monjas del convento de Estremera estaba escondidas en una cámara de algunas casas. Intentaron por todos los medios localizarlas para darles “el paseo”. Y no solo a ellas, sino a otras muchas personas que intentaban “despachar” Antonio Camacho, defendió, él que era un republicano convencido y “ateo” (En su cartera llevaba siempre una Estampa del Santo Cristo de Limpias, a quien, según él mismo me confesó, rezaba todas las noches para que protegiera a su Gregoria, madre de una numerosa prole) con peligro de su propia integridad, la vida de muchos, que de no ser por él, hubieran sido víctimas de los desalmados, ávidos de sangre .Don Antonio Camacho, prometió y cumplió, que, mientras él fuera Alcalde de Estremera, allí no habría ningún asesinato. Y así fué, y ahora sí, cuando llegaba a ese punto, se sentía orgulloso del deber cumplido y que en Estremera, al contrario que en la mayoría de los pueblos del entorno, no se diera el” paseo” a ninguna persona. Con su voz ajedrezada, me relataba las violentas discusiones en reuniones nocturnas, que sostuvo con otros alcaldes para mantenerse firme en su decisión. Y lo consiguió. Siempre lo he pensado y sigo haciéndolo, que Estremera, no fué del todo justa con tan significada persona.

Y ahora sí, ya remato. Entre escribir estas líneas y visitar la cafetería para tomarme alguna botellita de agua o una manzanilla , estamos llegando a la Estación de Chamartín. ¡¡¡¡Qué diferencia!!!! En mi primer viaje veinticuatro horas y ahora, “na y menos”. Pero no puedo rematar sin tener un recuerdo especialísimo para una mujer sencilla, primaria, analfabeta, pero ¡¡¡Dios!!! Qué gran mujer para mí. Rosario Rodriguez Martinez, hija de la señora María y del señor Julián. Supo criarme como una madre, enseñarme modos y formas que aún hoy, me sirven en la vida. Vigilar mi sueño febril, a los pies de mi cama, muchas noches y orientar mis actitudes en los difíciles años de la pubertad. Fue para mi como una magnífica madre y gran parte de lo conseguido en mi vida, si algo he conseguido, se lo debo a ella. Rosi, para mí siempre fue Rosi, cien años que viviere, no podría agradecerte todo lo que te debo. Estremereña de pro, estoy convencido que desde la Luz del Padre, sigues iluminando mi caminar.

José Balboa Rodriguez es un hombre agradecido a Estremera, donde inició su ser de CAMINANTE

Un breve discurso

EL CAMINANTE VISITA EL PALACIO PRESIDENCIAL EN PANAMA

Voy intentar reproducir, lo mas fielmente que me sea posible, el pequeño discurso que pronuncié ante la Primera Dama de Panamá, Doña Marta Linares, en el Palacio de las Garzas, con motivo de la visita que hicimos acompañando a la Agrupación de Gaitas del Concello de Beariz.

Como bien se puede entender, previamente escribí unas breves palabras, puesto que se nos había comunicado que Doña Marta, esa mañana, tenía una agenda muy apretada. Nos recibió en el salón Amarillo y cuando su Secretaria le dijo que un miembro del grupo quería en nombre de todos, expresarle su agradecimiento por recibirnos, comencé la lectura de lo escrito en mis folios.

Leo: Gracias Distinguida Señora, Doña Marta Linares, por recibirnos en esta su casa, teniendo que hacer un reajuste en su agenda, en un día en el que le falta tiempo para atender los compromisos que la Primera dama tiene contraidos. Encarto los folios, dejo de leer y sigo. Permítame Señora que, con todo respeto, deje de leer lo que con tanto esmero preparé y permita a mi corazón que se exprese diciéndole lo que su Ilustre persona le inspira. Cuando uno la mira a sus ojos, Señora, sabe que se encuentra ante una gran Dama y echando mano del acerbo cultural de la sabiduría popular, a la que pongo algo de mi sentir en estos momentos le diré: Siempre detrás de un gran hombre hay…..Perdone Señora que modifique un poco el sentir popular y con mas justicia en este caso diga: Al lado de un gran hombre hay una gran mujer. Y siguiendo con el aporte de las citas que son fuentes de alimentación para la mente y el espíritu, permítame que tome del libro mas grande que conocieron los siglos una sentencia en la que V. Señora y su Marido, el Presidente de la República de Panamá, estan fielmente reflejados: Por sus obras los conocereis. Los hombres pasan pero sus obras prevalecen.

De nuevo, muchas gracias, Distinguida Señora por recibirnos y, de alguna manera servir de estímulo a estos jóvenes aficionados, algunos de ellos ya profesionales, ejerciendo sus titulaciones, los hay farmacéuticos arquitectos, ingenieros, otros estudiando y que sus tiempos libres los dedican a una actividad tan bella como es cultivar la tradición musical de nuestra tierra, un pueblecito muy bello en el corazón de la verde Galicia.

Y no sería honesto conmigo mismo, Señora, que, llamándome Balboa, no hiciera mención al hombre que hace mas de quinientos años años, fue el primer europeo que recorrió el istmo de Panamá y vió las azules aguas del Oceano Pacífico. Aunque para mí, siendo esa una gesta que admiraron los siglos, para mí, digo, lo mas bello que hizo Balboa fue enamorarse de una bellísima princesa, hija del Cacique Careta y no separarse de ella hasta el último día de su vida. Nosotros Distinguida Señora, le puedo asegurar, después de haberla conocido, que también dejamos en estas benditas tierras un trocito de nuestro corazón. Gracias, una vez mas y que el Dios en el que creo la llene a V. y a su marido, de felicidad. Muchas gracias.

¡¡¡ FELICITAME !!!

Este año es mi vigésimo quinto  aniversario. Yo,  O QUINCE, cumplo un cuarto de siglo, sirviendo a todos. A los que me leen y a los que espero que terminen leyéndome, para satisfacción mía y descubrimiento placentero para  ellos. Un cuarto de siglo. Se dice pronto, pero es un camino que hay que recorrer y hacerlo con ilusión, como yo lo he realizado y quiero seguir haciéndolo, es algo que se debe valorar. Tal vez por esa experiencia me permito la libertad  de pronunciarme en algunos aspectos que desde una juventud más bisoña, sería osado hacer.

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El caminante mira un momento hacia sus adentros

Desde mi Atalaya


Esto escribía hace algún tiempo sobre uno de mis nietos. Hoy, ya le han dado el título de Médico y está preparándose para hacer el Mir. Quiere ser Dermatólogo. Estudia 11 horas diarias para conseguirlo. No lo pongo como ejemplo, como abuelo, pienso que lo debo hacer, igual que lo haré de cualquier otro joven que muestre esas actitudes para conseguir un mundo mejor.
Fotos de Roma 047
Es bueno, de vez en cuando salirse del bosque para avistar mejor los árboles. Algo por el estilo intenta hacer el Caminante en este primer día de Otoño, que confiamos arregle un poco los desaguisados que el seco Verano, nos dejó.
Es fácil caer en los tópicos que continuamente nuestro cotidiano vivir, nos ofrece. Alguien hace algo, inmediatamente aparece quien sentencie, “ No, ya se veía venir”. Un político comete una fechoría, y al instante aparece el que da el veredicto “Si son todos iguales”. Un joven realiza un acto propio de su juventud, y antes de terminar de hacerlo, ya esta en la escena, el perfecto que nunca pecó “No tienen vergüenza, la juventud está perdida” Ni nadie es vidente, ni todos los políticos son corruptos, ni la juventud ha perdido el Norte. Es cierto, como decía mi padre, que, “Donde hay burras potros nacen”. Pero de ahí, a los presagios de los pájaros de mal agüero, hay un espacio sideral.
Es Humano, tiene todos los defectos que adornan a los jóvenes. Comiendo, es mejor no mirarlo, porque su glotonería, no tiene parangón. Es brutote, como casi todos los jóvenes de veinte años. Es poseedor de la Verdad. Los demás se aproximan, pero la suya es la mas cercana, la mas válida. Ya de niño, desprendía un algo que cautivaba. Su tierno sonreír, su franco mirar, no sabría decir lo que era, pero sí es cierto que todas las mujeres querrían tener un Pablo.


Sí, hablo de Pablo López Balboa, el segundo de mis nietos, en edad. Pablo cumple en estos días, veinte años, es alto, fuerte, como dicen ahora, un armario. Juega futbol Americano, en un equipo de la liga Nacional, Los Osos de Ribas. Entrena todos los días y se somete a la disciplina del club, en todo aquello que el ejercicio de esa actividad deportiva exige. Bastantes horas semanales. Estudia cuarto de Medicina, con notas muy satisfactorias, entre notables y sobresalientes. Prácticas propias de la carrera, bastantes fines de semana. Da cursos de magia y prestidigitación, con notables avances, hasta tal punto que ya hace sus pinitos cuando le requieren para algún colegio, cumple años de niños o eventos del estilo, sacando sus dineritos, para sus gastos personales. Estudia, séptimo de piano, y puedo asegurar que, ver sus manos acariciando las teclas del piano, interpretando a Juan Sebastián Bach, Mozar o cualquier otro genio de la música, es como contemplar el revoloteo de un bando de mariposas, intentando posarse sobre las flores del jardín. No es ningún superdotado, ya de niño, cuando alguien decía “ Qué niño mas inteligente”. El respondía: No Señora el inteligente es mi hermano. Pero nadie le puede negar su capacidad de lucha, de distribuir bien los tiempos, rentabilizando cada minuto de su vida. Por supuesto que dedica los momentos propios de la edad, a la diversión.

Fotos de Roma 084

Vivimos en una sociedad muy compleja, con permutas tan inesperadas y repentinas que se hace muy difícil hacerle un seguimiento minucioso, pero esencialmente, tenemos la mala costumbre de solo poner nuestros ojos, en los aspectos negativos e ignorar todo lo que de positivo nos rodea. Hay fermento suficiente para convertir en sabroso pan, toda la masa que tenemos en la artesa. Solo hace falta conjugar bien los elementos que la componen.