Cuando irradias alegría, hasta las piedras te sonríen. Caminaba yo, como niño con zapatos nuevos, tarareando una canción por el parque que une el metro de Ribas con el Paseo de los Almendros. Infinitas razones había para sustentar el estado de ánimo. En ese momento dos eran los encargados de hacerlo: Uno, el haber amanecido, otro, el llevar en mis manos mi último hijo. Siempre lo es, pero, a ciertas edades, amanecer, es un regalo que por fuerza tienes que dar gracias a la vida por habértelo obsequiado. La «FUERZA DE LOS HELECHOS», terminaban de de unir todas sus hojas en un volumen para su último examen, después de más de un año de peregrinar por mi mente.
¿Verdad que son razones para cantar a la vida? Estamos de acuerdo. Y ella, la vida, me tenía reservado otro maravilloso regalo. Caminando, como digo, por ese bello y frondoso parque encontré una mujer sentada en un banco de los que abundan por los espacios de recreo. Con solo mirarla, sin detenerme, algo descubrió mi mente en aquella persona. Me detuve. Me acerqué a ella y sin más preámbulos le pregunté: — ¿Qué pensamiento ocupa tu mente en estos instantes?– Sin dudarlo ni un instante, respondió: — Ese árbol. — Y señaló uno que había a mis espaldas.–Sus ramas retorcidas llaman mi atención y me hacen pensar si en ellas no se reflejarán las vidas de muchas personas. –Como es fácil comprender, la respuesta era un cántico a la sensibilidad y a la capacidad de expresar un sentimiento. No podía perder la oportunidad del regalo que la vida me brindaba en tan dulce momento de mi existencia. Me senté a su lado. ¿Cómo te llamas?, le pregunté. –Teresa, me respondió. ¿De dónde eres?, quise saber. –De Ponferrada, del Bierzo, — me dijo esbozando una sonrisa. –Llevo aquí muchos años. Voy a cumplir dentro de poco noventa. Vivo en un piso que me regaló uno de mis hijos y estoy muy enamorada de la vida. Escribo poesías que luego recito en una residencia de mayores.
Los divierto mucho a ellos y yo me lo paso muy bien haciéndolo. Hago teatro, pertenezco a un grupo de canto. No paro. Vivo, me gusta mucho vivir y gozo viviendo. Tengo dos hijos maravillosos. Soy viuda desde hace muchos años. Quise mucho a mi marido pero amar, lo que se dice amar, solo amé a mi Valentín. –¿Era ese el nombre de tu difunto esposo? quise saber. –No. –La respuesta fue rápida y contundente. –Valentín era, mejor dicho, es porque en mí sigue vivo, el nombre del joven que conocí en Ponferrada cuando yo vivía allí y pertenecía a un grupo de amigos que salíamos todos los domingos. Nunca se me declaró, tampoco yo a él, pero los dos sabíamos que nos queríamos. Por motivos familiares tuve que venirme a Madrid. Aquí aprendí a leer y a escribir, en mi pueblo no pude ni ir a la escuela, había que ayudar en la casa y no había tiempo par otras cosas. Eran años muy duros, pero éramos muy felices con pocos. Escribía a mis amigas y ellas me decían que Valentín desde que yo me vine, no había vuelto a sonreir. Le sucedía lo mismo que a mí. A los siete meses de separarnos, se murió. Nunca he podido olvidarlo. Sigo enamorada de él.
Así estuve más de dos horas hablando con Teresa, esa encantadora jovencita de noventa años que la vida me concedió en el día de hoy, el placer de conocerla. Volveré a escribir sobre ella. Hoy solo dejaré esta perla que me regaló y que pongo aquí para deleite de quien la escuche. Es un pequeño poemita compuesto por ella y que me recitó, cuando le rogué que lo hiciera. «Amanecía el día con esperanza/ Tenía cosas bellas / Dentro de mi alma/ Me quedé dormida/ Mirando al sol/ Aturdida y ciega con su resplandor/ Tuve un sueño/ Que fue hermoso/ Lleno de felicidad/ Mi corazón me decía/ No tienes que despertar/ Fui feliz con ese sueño/ Mi alma podía amar/ Alumbraba el sol mis ojos/ Y no quise despertar». Mis limitaciones en las nuevas técnicas de la información me impiden no poderos transmitir su voz recitándolo. Pone el alma en cada letra y el arte brota por todos los poros de su diminuto y grandioso cuerpo. Le prometí reencontrarnos de nuevo y aprender de ella mirar al paisaje, creer en las personas, descubrir la belleza donde la mayoría no la encuentra, mar la vida en las dobleces más recónditas de su existencia, aprender, en definitiva, nuevas formas de vivir.
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