Una vez más la barbarie y la sin razón se adueñan de los espacios del ser humano. En el día de ayer, la vida de un hombre joven, pletórico de ilusiones y de proyectos, fue segada por la guadaña de un descerebrado que, con toda certeza, por una mísera y enmohecida botella de ron o un maldito snifar de una línea, apretó el gatillo de un revólver o de una pistola herrumbrosa sacada, sabe Dios de qué maldito rincón del sabor a sangre y el regusto del cruel estampido de la bala sobre las carnes de la víctima elegida. Matar ¿a quién? Qué mas da, mata y luego pegunta, eso sí, asegúrate antes de que has conseguido el objetivo. ¿La razón? No importa. Se le pregunta al muerto. ¿Cuál es su culpa? Lo desconozco, pero puede que tenga alguna. Y si no la tiene él alguien la puede tener. Repito: Dispara y luego pregunta. ¿Y las consecuencias? Es lo de menos. Tú bebes, snifas, te pierdes y te olvidas. Deber cumplido. Solo tienes que cuidarte de no resbalar en el reguero de la sangre vertida. No te manches las sandalias. No dejes huellas, Huellas tuyas. Sus huellas, sus deudos, las terminarán borrando. El viento de los recuerdos se los lleva todos al abismo del nunca jamás. Si acaso…nada. Olvídate. Actúa que se hace tarde. Ven pronto. La botella, la línea, el serrallo te esperan.