Érase un pueblo tranquilo donde sus gentes vivían en paz y armonía. Esa paz y sosiego se manifestaba sobre todo en ver a las personas caminar por los lugares que mejor se prestaban para ello. El respeto hacia los demás se reflejaba en que cada cual vivía su vida sin que los demás interfirieran. No es descabellado pensar, y así sucedía que, siempre hay los propios comentarios que hacen la convivencia más amena. Esa situación daba normalidad al cotidiano vivir. Uno de los grupos de esas buenas personas solía caminar por unas trochas que no eran de las más amenas y cuidadas, sin embargo a ellas les apetecía hacer ese recorrido. Todos los días, cuando pasaban por cierto paraje, les salía al encuentro un perro delgaducho, hambriento, más feo que picio, huesudo, desdentado, mugriento y maloliente. Los tranquilos paseantes les decían que se fuera, incluso les amenazaban con darles, sin que lo hicieran, con un palo. El asqueroso chucho no hacía caso de nada y seguía erre que erre cada vez que los veía pasar. Hasta llegó con sus cochambrosos y sucios dientes, con morder a alguno de ellos. En una ocasión que se unió al grupo de paseantes un viejito que acababa de regresar de un país lejano, el asqueroso perro, como cada día, salió a molestar a los pacíficos paseantes. Uno de ellos, que llevaba una vara en la mano, molesto porque les interrumpía la conversación, amenazó al can con darle un estacazo. El nuevo acompañante al verlo le recriminó y le dijo: «No, no le amenaces, no le hagas caso, esos animales ladran así porque no tienen otra cosa que hacer y nadie los tiene en cuenta, ni les han tenido nunca, porque jamás, ni hicieron ni sirvieron para nada, solo para eso. Ellos lo saben y justifican su vida ladrando». Así lo hicieron y a partir de aquel día, el huesudo, maloliente y asqueroso perro, con su mugriento rabo entre las piernas, dejó en paz a los tranquilos caminantes y se dedicó a mordisquear las pulgas que inundaban su desaliñada pelambrera.