EL CAMINANTE. PRIMEROS RECUERDOS.

Hasta que salí de Beariz, yo no supe lo que era un «cuarto de aseo». En casa teníamos varios muebles sencillos en los que había jofaina, una pequeña repisa para el jabón, barra donde se colgaba la toalla y un espejo enmarcado en madera que se podía girar para adaptarlo a todas las estaturas. Al lado del mueble había un aguamanil, como su propio nombre indica, con agua para ser utilizada cuando hiciera falta. A veces el mueble era mucho más sencillo y solo lo componían unos hierros que configuraban todas las formas para contener los elementos necesarios y efectuar una higiene elemental. Exigencia inexcusable, de la mamá en mi caso, era total: Al terminar de lavarse, ese agua había que tirarla. Si tenía jabón, nunca se echaría donde hubiera plantas. La razón era bien sencilla, el jabón se fabricaba en la casa y uno de los componentes era la sosa. Eso, en el mejor de los casos, era el cuarto de aseo de una casa normal de la aldea. Por supuesto, el orinal, aunque no salía de la habitación si no era para ser arrojado, normalmente desde una ventana a donde coincidiera, era otro elemento indispensable. En mi primer viaje a Madrid, el cuarto de baño que yo conocía, era el que describo. Uno de los ingenieros con el que colaboraba mi padre, a mi llegada nos quiso honrar invitándonos a su casa. En un momento determinado yo tenía ganas de aliviar mis intestinos. Me señalaron el lugar donde debía hacerlo. Allá me fui. Cuando terminé no sabía qué hacer, aunque mi instinto de homo sapiens me decía que aquello no podía quedar así. Miré, remiré y me llamó la atención aquella cadena que tenía un agarrador. Mi infantil inteligencia me aconsejó que tirara de él. Así lo hice, con un ruido horrendo comenzó a salir agua dejando todo limpio. Sin embargo había creado otro problema que ignoraba cómo solucionarlo: Pensé que había roto algo debido al ruido que seguía produciendo el agua, pero no sabía la razón. Asustado y muy preocupado me reintegré donde estaban los demás sin atreverme a decir lo que me había pasado. Pensando en lo que yo creía una fechoría, la comida me sentó regular. Me tranquilicé cuando nadie hizo ningún comentario al respecto. Cuando luego tuve la ocasión de contárselo a mi padre, a él le divirtió, pero poco, porque fue consciente de lo mal que yo lo había pasado.

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