En mis tiempos, por los pagos de Tudela me dieron una lección que jamás olvidaré. Cuando me despedía de alguien, para unas horas o por cualquier otro espacio de tiempo, tenía por costumbre decir, Adiós. Las buenas gentes de aquellas tierras me corregían y me decían: ¿Te despides para siempre? Pues si así no es, no digas adiós, sino, hasta luego. De esa forma dejas el cordón umbilical intercomunicando nuestros sentimientos, nuestros recuerdos, nuestra amistad, en definitiva. El adiós, es una despedida definitiva, es el no querer saber nunca nada más de la persona de cuya compañía te separas. En este año que se va, he sufrido con los que sufrían, he compartido momentos inolvidables, y he agradecido a la vida que me permitiera seguir aquí abajo sorteando obstáculos y, aún me faltan diez horas, me regale la oportunidad de recibir al AÑO DOS MIL VEINTIUNO con una sonrisa
Respetando mis pronunciamientos en el escrito que ayer subía a este mismo espacio, hoy, sí quiero decir al año que se nos va, ADIÓS. Me encantaría envolver en ese mismo paquete a quienes tuvieron mucho que ver en que así se comportara, a los que teniendo los medios para que no hubiera sido tan cruel como lo fue, no los pusieron al servicio de quienes lo necesitaban, pero nada de eso quiero decir. Sencilla y llanamente, lo que ya hice:
Abrí la puerta de par en par, retiré todos los obstáculos que pudieran entorpecer su salida y le dije: Adiós.