EL CAMINANTE: MANUEL BECERRA UN GALLEGO EN MADRID.

Port razones que en este momento no vienen al caso, en los tiempos que tenía mi residencia en Madrid, muchas veces pasé por la Plaza de Manuel Becerra y siempre pensé, a veces es mejor no hacerlo, que este señor habría sido un gran torero o, al menos, un hombre muy relacionado con el arte del toreo. Nada más lejos de la realidad. Manuel Becerra, es un prohombre gallego natural de Castro de Rey (Lugo) Y, si de algo es minoritario el pueblo gallego, es por no tener hombres que se hayan dedicado al arte de Cúchares. Solo un gallego llegó a matador de toros y a tomar la alternativa y ese fue Alfonso Cela Villeito, ( Celita ) por los principios del siglo XX. Cuando me enteré que Manuel Becerra era gallego, como yo, rápidamente intenté averiguar qué relación tenía mi paisano con el hecho de que los toreros, en la Plaza de Manuel Becerra se subieran a la calesa a las cinco de la tarde para que los llevara hasta la Plaza Monumental de las Ventas, los días que torearan. No diré que sufrí una gran desilusión, porque realmente no fue así, pero tampoco puedo negar que me hubiera hecho ilusión saber que Becerra, en lugar de haber sido un ilustrísimo destacado matemático, Ministro del Reinado de Amadeo de Saboya, de Alfonso Xll, destacado masón, Gran Maestre del Gran Oriente y un sin fin de cargos importantes más, hubiera sido un destacado maestro de la tauromaquia. De todos modos, desde este incomparable marco del pueblo de Beariz, mando a todos los hijos de Castro de Rey mi felicitación en el segundo centenario del nacimiento de su ilustre vecino que, con todo derecho, deben sentirse orgullosos de tenerlo por paisano.

EL CAMINANTE: BEARIZ SE VISTE DE PRIMERA COMUNIÓN.

La Madre Naturaleza quiso premiar en el día de hoy a su entrañable Beariz y lo vistió con sus mejores galas: El traje de Primera Comunión. Que nuestro pueblo es muy afortunado por su rico patrimonio, lo saben todos los que nos visitan. Somos poseedores de una orografía tan variopinta como bella. A tan poca distancia como estamos del mar, tenemos unas montañas que se elevan por encima de las nubes partiendo de cañadas profundas por donde discurren ríos y arroyuelos que bañan ubérrimas vegas en las que se crían racimos de los que exprimen los caldos que al mismo Baco, producen infinito placer. Criamos con maternales mimos al Niño Avia, educándolo con tanto agarimo que cuando llega al Ribeiro es un dechado de amor y ternura. En el terreno arqueológico, somo inmensamente ricos. Castros milenarios, que esperan pacientes, contarnos su pasado. Monumentos funerarios de miles de siglos, que duermen el sueño de lo eterno, jalonan nuestros ancestrales caminos, para mostrar a las gentes de otros pagos, que cruzan por estas tierras, que aquí se cuida a los vivos y se respeta a los que viajan al más allá. Por nuestras tierras discurre el Camino que otrora utilizaban arrieiros hacia la Capital del Norte. Esa calzada romana, guerrera y comercial, mostró al avispado portugués la ruta para visitar la tumba del Hijo del Trueno, el Apóstol Santiago. Muchísimos años después, los hijos de aquellos esforzados, convierten esas sendas y calzadas en caminos de conocimiento de sus propias tierras y de las del país hermano, haciendo un peregrinaje que enriquece de cultura y humanidad por donde quiera que pasen. Hoy El Camino de la Geira y de los Arrieiros (Caminho da Geira e dos Arrieiros) es un cordón umbilical entre Portugal y España, modelo de cultura, armonía y hermandad. Braga y Santiago hacía muchos años que nos se susurraban cuitas de buena hermandad como lo hacen en el día de hoy. Llenaría páginas sin límites hablando de las bondades del Beariz de mis entretelas, pero otros quehaceres reclaman mi presencia. Pronto habrá un momento más propicio. Buenas noches.

EL CAMINANTE:JUEGOS POCO EJEMPLARES

Los fríos otoñales comenzaban a reunir a las familias en torno al calor del lar. Los mozuelos y niños ya mayorcitos, también buscaban su lugar de reunión. Como no tenían cabida junto a los mayores, buscaban sus propios ámbitos en los atardeceres sin lluvia. El frío obligaba a buscar rincones donde, al menos el viento, no tuviera entrada libre. Además era necesario encender lumbre para calentarse. Leña no había, se necesitaba para las casas. Las únicas fuentes de calor, eran las cocinas, tanto para hacer la comida como para mantener la temperatura del hogar. Los rapaces de la aldea de la Forja, a la sazón había decenas de ellos entre ocho y quince años, tenían un lugar de encuentro al abrigo de los muros de la Alameda de La Porteliña. Además de que el muro propiciara su resguardo, en el camino que bordeaba la pared, se acumulaba muchísima hojarasca de robles y eucaliptos, dado que en dicha alameda había muchos árboles. Siempre nos mandaban a los pequeños a realizar el trabajo. Para combatir el frío, tardábamos nada y menos en conformar un montón del preciado combustible y al amor de la lumbre nos reuníamos todos. Allí se pasaban las horas contándose todos los aconteceres de la jornada, adobados con los comentarios propios de las vivencias de sus juveniles años. Los pequeños solo podíamos escuchar, no teníamos ni voz ni voto. Con frecuencia había algún descerebrado que tenía una ocurrencia peregrina, tan peregrina como poco afortunada. Fui víctima de una de ellas. A decir verdad, yo no era habitual en aquellas reuniones. Una de las veces que se me ocurrió asistir, andaría por los ocho años, fui víctima de esas felonías. No sé a cual de los mayores se le ocurrió ponernos a pelear a Emilio Rodriguez, un año mayor que yo, y a mí. Emilio era muy amigo mío y ninguno de los dos teníamos razón alguna para liarnos a tortazos, pero uno de aquellos retorcidos energúmenos nos incitó de tal manera que le hicimos caso. Bueno, yo no, pero Emilio sí que aceptó. Nunca fui gallo de pelea ni tenía cualidades para ejercerlo. El resultado es que Emilio no se debía haber cortado las uñas desde hacía algún tiempo, porque dejó mi cara como la de un Santo Cristo. Sangrando, con la cara toda arañada, como si me hubiera peleado con un jauría de gatos me fui a mi casa donde mi madre se dedicó a restañar mis maltrechas mejillas. El recuerdo de este, nada agradable momento, acaecido hace unos setenta y seis años, se lo dedico a mi entrañable compañero de escuela y amigo, Emilio que, dos años después, murió por el derrumbe del tejado de su casa. No guardo rencor ni a él ni a los promotores de los combates. Eran otros tiempos, no había diversiones ni lugares donde reunirse y en la edad difícil de la pubertad creaban situaciones que hoy nos pueden parecer totalmente absurdas y que entonces eran una razón, un tanto asilvestrada, de manifestar ciertas actitudes. Nunca en las pocas veces que asistí a las reuniones vespertinas de los muchachos de la aldea, escuché palabras soeces ni groserías de ningún tipo. Cuando la campana grande de la torre de la iglesia daba la señal de las ocho, todos los reunidos, con la ropa apestando a humo nos despedíamos de la lumbre y retornábamos a nuestras casas. Las ocho campanadas eran la orden inexcusable que todos cumplíamos a rajatabla. ¡Qué diferencia de tiempos!