EL CAMINANTE:JUEGOS POCO EJEMPLARES

Los fríos otoñales comenzaban a reunir a las familias en torno al calor del lar. Los mozuelos y niños ya mayorcitos, también buscaban su lugar de reunión. Como no tenían cabida junto a los mayores, buscaban sus propios ámbitos en los atardeceres sin lluvia. El frío obligaba a buscar rincones donde, al menos el viento, no tuviera entrada libre. Además era necesario encender lumbre para calentarse. Leña no había, se necesitaba para las casas. Las únicas fuentes de calor, eran las cocinas, tanto para hacer la comida como para mantener la temperatura del hogar. Los rapaces de la aldea de la Forja, a la sazón había decenas de ellos entre ocho y quince años, tenían un lugar de encuentro al abrigo de los muros de la Alameda de La Porteliña. Además de que el muro propiciara su resguardo, en el camino que bordeaba la pared, se acumulaba muchísima hojarasca de robles y eucaliptos, dado que en dicha alameda había muchos árboles. Siempre nos mandaban a los pequeños a realizar el trabajo. Para combatir el frío, tardábamos nada y menos en conformar un montón del preciado combustible y al amor de la lumbre nos reuníamos todos. Allí se pasaban las horas contándose todos los aconteceres de la jornada, adobados con los comentarios propios de las vivencias de sus juveniles años. Los pequeños solo podíamos escuchar, no teníamos ni voz ni voto. Con frecuencia había algún descerebrado que tenía una ocurrencia peregrina, tan peregrina como poco afortunada. Fui víctima de una de ellas. A decir verdad, yo no era habitual en aquellas reuniones. Una de las veces que se me ocurrió asistir, andaría por los ocho años, fui víctima de esas felonías. No sé a cual de los mayores se le ocurrió ponernos a pelear a Emilio Rodriguez, un año mayor que yo, y a mí. Emilio era muy amigo mío y ninguno de los dos teníamos razón alguna para liarnos a tortazos, pero uno de aquellos retorcidos energúmenos nos incitó de tal manera que le hicimos caso. Bueno, yo no, pero Emilio sí que aceptó. Nunca fui gallo de pelea ni tenía cualidades para ejercerlo. El resultado es que Emilio no se debía haber cortado las uñas desde hacía algún tiempo, porque dejó mi cara como la de un Santo Cristo. Sangrando, con la cara toda arañada, como si me hubiera peleado con un jauría de gatos me fui a mi casa donde mi madre se dedicó a restañar mis maltrechas mejillas. El recuerdo de este, nada agradable momento, acaecido hace unos setenta y seis años, se lo dedico a mi entrañable compañero de escuela y amigo, Emilio que, dos años después, murió por el derrumbe del tejado de su casa. No guardo rencor ni a él ni a los promotores de los combates. Eran otros tiempos, no había diversiones ni lugares donde reunirse y en la edad difícil de la pubertad creaban situaciones que hoy nos pueden parecer totalmente absurdas y que entonces eran una razón, un tanto asilvestrada, de manifestar ciertas actitudes. Nunca en las pocas veces que asistí a las reuniones vespertinas de los muchachos de la aldea, escuché palabras soeces ni groserías de ningún tipo. Cuando la campana grande de la torre de la iglesia daba la señal de las ocho, todos los reunidos, con la ropa apestando a humo nos despedíamos de la lumbre y retornábamos a nuestras casas. Las ocho campanadas eran la orden inexcusable que todos cumplíamos a rajatabla. ¡Qué diferencia de tiempos!

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