Corona de Espuma

La Bibloteca de Neptuno

Todos los días hacía el mismo recorrido, daba igual que hiciera frío o calor, fuertes vientos o lluvia. A la misma hora, por la mañana y por la tarde. Desde su casa al acantilado, con un libro entre las manos, caminando como si no tuviera prisas por llegar a ninguna parte. No levantaba los ojos de las letras. Tan bien conocía el camino y los obstáculos que sabía estaban en él, que, mecánicamente, los sorteaba. De alguna manera aquel hombre, fuera por su porte, en el vestir, su sobriedad en el caminar o por la puntualidad y rigor con que hacía sus paseos, llamó inusitadamente mi atención.

Recién llegado de Africa, en un estado de ánimo poco o nada optimista, busqué refugio lejos de personas y situaciones que, de alguna manera, pudieran hurgar en la herida. Después de mucho buscar y pensar, me acordé de un pueblo de la costa portuguesa que en alguna ocasión tuve que visitar, primero por razones profesionales y después porque, al conocerlos, me cautivaron, tanto el carácter de sus gentes como la peculiaridad de su costa: Peniche.

Conseguí alquilar una casita baja, muy sencilla en todos sus aspectos, tanto de arquitectura como de espacios. Tenía una finca no muy grande que se podía dedicar a huerta, ya que en ella había un pozo propio que no se agotaba el agua. La rodeaba un muro de poco más de medio metro de altura, construido con piedras pequeñas de origen volcánico, que le daba un carácter algo fantasmagórico, al mismo tiempo que de intimidad, y a la vez, le imprimía una buena dosis de original colorido. Y, lo que era mejor, cubría a las mil maravillas mis necesidades y exigencias, que, como puede suponerse, no eran muchas, ya que lo único que realmente deseaba era oir el silencio, apartarme de todo lo que significara actividad y hallar espacios libres done pudiera encontrarme a mí mismo. Tanto dentro como fuera de la casa se oía perfectamente el susurro de las olas o el rugido del océano, cuando sacaba su furia de gigante embravecido.

En un ambiente, casi de asceta, me entregué a la lectura, a escribir y sobre todo al difícil proyecto de olvidar los recuerdos de los últimos tiempos en Sidi-Ifni y en el Aayun, en las colonias de Africa Occidental.

Y el destino quiso que uno de los remedios que más y mejor me acomodaba, que más distracción me producía, era aquel hombre de puntualidad exquisita, aspecto señorial, enjuta figura, pausado caminar, que, cada día y a la misma hora, hacía el recorrido camino del acantilado.

Su rigor en el horario, también me acomodó a mí. Sin darme apenas cuenta, yo estaba, en el preciso momento que él cruzaba por el frente de mi casa, pendiente del hombre de gorro de marinero que dejaba entrever el pelo blanco que cubría sus sienes y que la luz del sol hacía brillar de una manera muy particular. Su paso para mí era como una liturgia, a la cual asistía sin que, ni yo mismo, entendiera la razón que me inspirara tanto respeto, no exento de una morbosa curiosidad que sin embargo en ningún momento deseaba satisfacer.

En alguna ocasión observé que, al cruzarse con otra persona, saludaba muy correctamente, pero sin levantar la vista, al menos en apariencia, de la lectura. A mí me sucedió en varias ocasiones, sobre todo cuando el oleaje era tan intenso que me apetecía verlo en primera línea, haciendo que las olas me salpicaran el rostro. Era superior a mis fuerzas, pero me apetecía desafiar el violento oleaje y reirme de sus malas intenciones de arrastrarme a las entrañas del océano, pero que no conseguía, sobre todo porque siempre me colocaba en la roca que estaba un poco más alta que aquella donde rompía. Sin embargo me ilusionaba saber de mi inmunidad y disfrutar del frescor de su caricia.

Sentía un placer especial, colocarme encima de aquellas rocas laminadas, a las que terminé por llamar La Biblioteca de Neptuno, tal es la semejanza con unas descomunales pilas de libros que emergen de las profundidades del océano, colocados en posición horizontal. Es un paisaje alucinante, el ideal para que el Dios de los Mares venga cada noche a leer en las páginas de aquellos gigantes papiros encuadernados en noches de luna llena y cosidos con los hilos de estrellas que huyen, a sabe Dios dónde, durante miles de años de erosiones, y escritos por seres que habitan en cascadas de arco iris, que cabalgan envueltos en mantos azules coronados con diademas de diamantes, tachonados con incrustaciones de rubíes, que suben de las profundidades, con los verdes esmeralda de los atardeceres y el azul oscuro de amaneceres sosegados.

Contaba hasta cientos, las olas que llegaban, una detrás de otra. Esta jugando al escondite en las gruesas arenas de la pequeña playa que se alimentaba de las erosiones de las rocas más blandas, aquella abrazando los grises acantilados que se atrevían adentrarse en el mar. En cada una de ellas podía verse el mensaje que transportaba de las experiencias vividas allende los mares, en su largo navegar Las que se introducían en las profundidades cavernosas del acantilado, eran las más tenebrosas, imponían pavor y yo las seguía con especial curiosidad e interés, esperando que al salir de las entrañas del acantilado, trajeran cabalgando sobre sí cualquier monstruo, rescatado de, sabe Dios dónde.

Cuántas veces me ví reflejado en aquellas ondas bravas a su llegada, y domadas después de sus embestidas contra las rocas. Sentía mis carnes romperse con lacerantes dolores e inmediatamente restañarse y volver sobre los mismos pasos.

Un día, recuerdo que era domingo, por la tarde, llamaron a mi puerta. Una señora, requería mis servicios para atender un vecino que se había encontrado mal y por ser festivo no había asistencia en el centro médico. Me extrañó mucho el requerimiento porque yo a nadie había dicho cuál era mi profesión. Por supuesto que inmediatamente tomé mi maletín, con lo más indispensable, y acompañé a la señora hasta la casa donde se encontraba el presunto enfermo.

Nada más llegar a la cancela de madera que cerraba el paso, para acceder al pequeño jardín, me percaté que la casita era donde veía entrar al paseante diario, hacia y desde la costa. Aunque nunca le había visto de cerca y si alguna vez nos cruzamos, solo nos hicimos un saludo cortés, inmediatamente le identifiqué.

Estaba echado en un sencillo sofá que había en el pequeño salón y me miró esbozando una sonrisa de agradecimiento. La señora que me acompañaba me acercó una silla y me senté al lado del enfermo. Le pregunté qué le había ocurrido y qué síntomas tenía. Me respondió que hubo un momento, sin un motivo aparente, subiendo una pequeña cuesta, comenzó a faltarle la respiración y sentía su corazón latir a velocidad de vértigo. Se paró un poco y después de dos o tres minutos se tranquilizó y pudo seguir caminando hasta llegar a su casa, pero se quedó muy preocupado porque nunca le había sucedido. Me dijo que tenía setenta y siete años y que padecía los problemas de salud propios de la edad, pero que en general se encontraba muy bien. Me contó que caminaba mucho, aunque despacio y que le encantaba respirar los aires puros que venían de la mar porque, además del olor a yodo y a mil cosas más le relajaba de una manera increible. Le dije a la buena señora que le preparara una manzanilla. No le dí ningún medicamento porque realmente se encontraba bien, tanto de tensión arterial como de color y pulsaciones.

Me quedé charlando con él un buen rato. Era un excelente conversador que invitaba y gustaba escuchar.

Después de prometer visitarle al día siguiente, me despedí, no sin antes decirle, tanto a él como a la vecina que no dejaran de llamarme en cualquier momento que pudiera hacer falta.

En vez de ir hacia mi casa me apetecía acercarme al acantilado. La tarde estaba serena y la mar muy calma. Una suave brisa marina traía el sabor a moluscos y ese olor siempre despertaba en mí un sentimiento de añoranza llevando la mente a los primeros años de mi infancia en la marinera Pontevedra. La Pontevedra de principios de siglo XX olía en todos sus rincones a pescado y sobre todo a marisco. Y ese era el aroma que ahora la tenue, casi imperceptible brisa, acariciaba la superficie del agua y traía de la mar, hacia tierra adentro. Según me acercaba a la orilla, iba pensando en el hombre que había requerido mi presencia en su casa y de nuevo estaba de acuerdo conmigo mismo. Aquel hombre tenía algo especial. Su serenidad, su prestancia su claridad en la mirada, irradiaban algo que hacía sentirse bien en su presencia. Era parco en palabras, tanto como certero en sus matices. Pero había algo más allá en el fondo de su actitud que tenía aún mayor fuerza de atracción. De alguna manera me sentí ganado, sin que, ni por su parte, ni por la mía, se prefijaran razones aparentes para ello.

Sumido en mis pensamientos ni cuenta me dí que estaba sentado en una de las pilas de libros de la Biblioteca del Dios Neptuno. Miraba las tranquilas olas que venían a dormirse bajo las arenas grises de la playa y ese dulzor acre, que se amasa con la mezcla de sal, yodo, sueño y silencio, me produjo un sopor que me obligó a levantarme y seguir caminando. Lo hice sin rumbo.. Por mi cabeza comenzaron a desfilar personajes y situaciones, algunas de las cuales no quisiera recordar, sin embargo eran las que más intensamente martillaban mi mente. Otra vez me serví de mi vecino, el paseante diario, con su libro entre las manos y su paso lento. No sabía porqué, pero algo me hacía pensar que aquel hombre era portador de vivencias muy interesantes, saliéndose del común denominador de las personas.

La suave brisa amainó y el atardecer invitaba a dejarse llevar por los caminos de la mar y dedicarse a engarzar collares con las estrellas que el sol tallaba en la superficie del agua.

Como prometí, al día siguiente, a eso de media mañana me acerqué a ver a mi circunstancial paciente. Le hice una revisión rutinaria y lo encontré muy bien. Me contó que había pasado la noche muy tranquilo y que, en ningún momento, se había repetido nada de lo acontecido el día anterior. Estuvimos hablando de varios temas, demostrando en todo momento una exquisita pronunciación y un dominio muy laudable de los temas que se trataban. Sobre todo los concernientes a la mar. Me contó que fue marino muchos años, jefe de máquinas de un buque mercante y hasta en sus años mozos estuvo embarcado en un ballenero, pero poco tiempo. Recordaba con claridad meridiana muchas de las travesías y lo cómoda de su profesión, mientras las máquinas funcionaban bien. Le daba tiempo para la lectura por eso se convirtió en un devorador de libros, en especial, los que trataban de Sirenas y Tritones. Me señalaba sus estanterías repletas de toda clase de volúmenes, en especial los relacionados con las historias de los Mares Nórdicos. Destacaba, por lo mucho que había sido utilizado, La Odisea por la que, él mismo me confesó, sentía auténtica pasión. Muy especialmente en el cántico donde Homero relata el momento en que Ulises amasa con sus fuertes dedos el bloque de cera para taponar los oídos de sus compañeros para que no escuchasen el ´subyugador canto de las Sirenas. Libros de las islas Shetland, donde tanto abundan los relatos de las Reinas de los mares. La Leyenda de los heraldos del Rey Cristian IV cuyos mensajeros capturaron un Tritón y se lo obsequiaron como presente. La Leyenda del Comerciante de Nogorod, llamado Sadko, quien se fue un día al borde del agua a llorar sus penas por lo pobre y necesitado que era. Tan pobre que solo le quedaba un instrumento musical llamado gusli con el cual comenzó a tocar una serenata que llevaba tocando desde su más tierna infancia. Tan bien lo hacía que, desde lo mas profundo de las aguas, emergió Morskoi, el Rey de las profundidades, quien en agradecimiento le colmó de riquezas y bienes. Por unos momentos apartó su flemática actitud y pareció emocionarse hablando de los temas legendarios de la mar, que para él tenían una gran dosis de realidad. Luego me habló de cosas de su profesión. Que, una gran parte del tiempo era liberado, pero cuando se producía alguna avería, las cosas se complicaban. Lo curioso, decía no eran las averías graves las que creaban problemas, para ellas siempre había repuesto, lo malo eran las pequeñas roturas, las averías tontas que obligaban a solucionar el problema en el momento, fabricando, incluso, las piezas en el mismo barco, buscando soluciones de lo mas peregrinas.

Se hizo la hora del almuerzo. Me invitó a comer. Se lo agradecí pero decliné la invitación, dejándolo para otro día.

Aquella relación fue tomando cuerpo hasta convertirse en una amistad sincera de mutuo respeto y correspondencia. Lo que nunca hicimos fue salir juntos a caminar, eran unos espacios que ambos intentamos no invadir en un pacto silencioso e inquebrantable. Era como si ambos tuviéramos necesidad de unos momentos a solas en conversación con el mar y los acantilados.

Pasaron varios meses y nuestra amistad, cimentada, sobre todo en el respeto mutuo, iba consolidándose día a día,

Una tarde del mes de noviembre, sentados en el saloncito de mi casa, me dijo que tenía interés en que yo leyera unos escritos que él tenía. Era una especie de diario, desde la fecha en que él llegó a vivir aquí a Peniche. Que me agradecería que le diera una opinión de todo ello, como médico y creía sinceramente que todo lo que cuento pudo realmente ocurrir o pudo ser fruto de una mente algo enfermiza.

Le expresé mi gratitud por la confianza que me demostraba pero intenté disuadirle de hacerme portador de sus vivencias íntimas. Insistió y no tuve más remedio que aceptar su oferta, que, en mi fuero interno me agradaba porque presentía que debía ser algo muy interesante.

Después de comer, tomé el cuaderno que estaba primorosamente cuidado y lo abrí. La primera página estaba en blanco. En la segunda había una anotación en la parte superior alusiva a las intenciones que le animaban a escribir lo que quería contar. Parece ser que empezó a relatar los hechos unos días después de…., pero haciéndolo como si comenzara el primer día…….

Dieciocho de Diciembre.- Por la mañana salí a dar mi cotidiano paseo. Estoy leyendo por cuarta vez, La Odisea de Homero. Llego al sitio donde hago mi primera parada. Justo al lado de un pequeño monumento a los desaparecidos en la mar y que jamás han vuelto. Hace algo de viento de tierra y decido bajarme por el sendero que da acceso a la pequeña playa que he denominado La Sirenita, por su forma, muy parecida a la Reina de los Mares. Aquí abajo estoy al resguardo del viento y se está muy bien. Estoy sentado en una pequeña roca a la que llegan las tranquilas olas sin salpicarme.

Han pasado dos horas y la mar comienza a moverse con alguna intensidad. Me subo hacia la mitad del camino y de nuevo tomo asiento sin dejar la lectura. Cuando llego al momento en que Penélope es acosada por los hombres que dan a Ulises como muerto, de pronto me recuerdo que hace años que algo parecido ocurrió a la que fuera mi compañera. Cierro el libro y no puedo evitar que unas lágrimas empañen mis ojos. Hace mucho tiempo pero el recuerdo sigue vivo.

Con la mirada perdida en el horizonte, veo el oleaje encresparse con una violencia repentina. Las olas se persiguen con la intención de agredirse. Vienen limpias pero trenzando tirabuzones en alocada competencia. De pronto, en una que conservó su altura hasta casi las mismas rocas me pareció distinguir los ojos y el cabello de una mujer envuelta por la cresta de la ola. La seguí hasta que se introdujo en una de las cavidades del acantilado. Seguí allí, no sé cuánto tiempo más por si volvía a ver aquellos ojos y aquella cabellera de mujer, pero no fue posible.

Regresé a mi casa, pensando si fue una alucinación, fruto de mi estado de ánimo o si realmente había parte de un rostro de mujer en aquella ola que se adentró en la gran caverna. Esa imagen no se alejaba de mi mente.

Por la tarde, regresé al mismo sitio. La mar estaba, incluso, mas brava que por la mañana. Seguí sin pestañear, el arribo de todas las olas por si en alguna de ellas llegaba mi ilusionante imagen. Nada de eso sucedió y me fui a casa algo decepcionado. Tardé mucho en dormirme. Si tenía los ojos abiertos esperaba en cualquier momento ver aparecer aquella figura diluida entre la espuma. Sus ojos almendrados y su larga y ensortijada cabellera orlada de una corona de diamantes, me obsesionaba. Si cerraba los ojos, la visión aún era más real. Atronaban en mis oidos el furor de las olas que contrastaba con la ternura que veía en aquel mirar nunca visto. Me preguntaba a mí mismo, qué me estaba sucediendo, cómo era posible que a mis años pudiera sentir emociones tan descontroladas. No hallaba respuesta, porque realmente tampoco la esperaba. Al fin me rindió el sueño, bien entrada la madrugada.

Diecinueve de Diciembre.- A pesar de la desilusión que tuve el día anterior por la tarde, no perdí la esperanza de que se repitiera la visión que tuve por la mañana, por lo cual, en cuanto me fue posible de dirigí al mismo sitio que ocupé ayer. Apenas abrí el libro, no quería perderme la llegada de ninguna ola. El oceano trabajaba con violencia y batía el acantilado con furia descontrolada. Esperando, se me fue el tiempo. No sucedió nada de lo que yo esperaba, ni por la mañana ni tampoco por la tarde.

Veinte de Diciembre.- Rompí mi hábito de la hora del paseo y madrugué un poco más. Llegué a las rocas y me senté en lo más alto. El mar estaba tranquilo. El sol, nada madrugador, subía perezoso haciendo brillar los desgastados salientes del acantilado Las horas pasaban lentas y yo no podía concentrarme en la lectura. Me detuve al lado de un matorral cuyo aroma me invitó a sentarme. El mar siguió en calma y nada de lo que yo deseaba sucedió. Comenzaba a pensar lo que el primer día imaginé que fuera, una alucinación fruto de un estado febril que ni yo mismo detecté.

Veintiuno de Diciembre.- La mar está rizada. No quiero creer lo que yo mismo me digo, sin embargo los acontecimientos dan la razón a mi sentido común. Pero no me resisto, sería tan bonito si fuera cierto….. Algo que no quiero dejar que aflore, habita en el rincón más profundo de mi corazón y no es otra cosa que el miedo a la soledad. Quiero estar solo y sin embargo la soledad me oprime el alma y esa utópica realidad rompería ese sentimiento. Me puse a leer intentando olvidar, por un momento, lo que no quería olvidar. Me concentré en la lectura pero cada rato levantaba la vista hacia el mar. Las olas eran más grandes y se perseguían con mucha insistencia, fabricando enormes tubos de color esmeralda, en los que transportaban incontables cantidades de diamantes y perlas. Al medio día regresé a casa, no quería obsesionarme demasiado con algo que, de alguna manera, ya resultaba evidente, pero notaba que los espacios se agrandaban ante mí. Por la tarde a la hora acostumbrada salí hacia el sitio de siempre y una fuerza interior me empujaba a sentarme en el mismo lugar desde donde vi lo que creí ver y que ya empiezo a dudarlo. De nuevo quise concentrarme en la lectura pero ello no me era posible. Tenía que leer las cosas varias veces para enterarme de los contenidos. Casi me enfadé conmigo mismo y cerré el libro. Un bando de gaviotas volaban jugando a rizar el viento, haciendo tirabuzones por encima de las olas, bajando hasta casi tocar el agua. Las seguí hasta que se perdieron entre las brumas que producían las ondas en su alocado galopar. Los párpados me pesaban como losas y me costaba infinitos esfuerzos mantener los ojos abiertos, a pesar de no tener sueño. Y de pronto. ¡¡La vi!! Allí estaba. Con sus grandes ojos iluminándolo todo. Su cautivadora sonrisa, por primera vez me permitía ver una hilera de blancos dientes, que desprendían destellos perlinos y su cabello, negro azabache, suelto al capricho del viento. Poco a poco siguió emergiendo del tul que la envolvía y me miraba. Una fuerza interior me impulsaba hacia ella pero otra más potente me retenía, impidiéndome que me levantara. Temía, a pesar de su tierna mirada, que, si me movía, se asustara y pudiera perderla. La ola se acercaba con ella a su grupa. Cada segundo la veía más cerca de mí y las sensaciones eran indescriptibles. Un hormigueo placentero invadía todo mi cuerpo y una sensación de infinito bienestar oprimía todo mi ser. Otra ola gigantesca llegó de repente y se llevó por delante a la que llevaba sobre su espuma, al ser que yo mas deseaba contemplar. Me pareció que antes de sumergirse en el seno de las aguas, una de sus manos me saludaba, no como un gesto de despedida sino de querer retenerme en su proximidad, Maldije mil y una veces a la ola que me privó de su presencia, sin embargo, el saber que mi utopía maravillosa, no era tal, sino una palpable realidad, me insufló un huracán de sensaciones incontroladas.

Veintidós de Diciembre.- Ni por la mañana, ni tampoco por la tarde pude ver nada de lo acontecido el día anterior. En varios día todo siguió igual, pero tengo el presentimiento profundo de que en cualquier momento volverá. Sé que así ha de suceder. Lo deseo tanto que no me puede fallar. Si supiera que ella no volvería, la vida perdería para mí todo sentido y no me importaría morir. Más aún, prefería hacerlo, que vivir sin la esperanza de volver a verla. Tanto lo deseo que si ello no es posible,no quiero seguir aquí. Pero sé que ha de venir. Estoy convencido de ello. Lo estoy.

En esos y parecidos términos se expresaba en días sucesivos sin que se cumpliera su ansiado deseo. Yo había tenido un día, anímicamente bajo y tenía ganas de acostarme. Comencé con los prolegómenos para cumplir mi deseo, cuando el timbre de la cancela sonó. Me asomé y era la vecina que atendía a nuestro hombre marinero. Le abrí la cancela y entramos den la salita donde yo hacía mi vida rutinaria. Ella tenía caraa de preocupación y después de disculparse por las molestias que para mi podían suponer el que viniera a importunarme me dijo que estaba muy preocupada porque el Sr. Juan, nuestro hombre había salido como cada día y aun no había vuelto. Estuvimos haciendo elucubraciones para ver los motivos que podían motivar el no regreso a casa y no encontramos ninguno que lo justificara, por lo que sin mas dilaciones cogí una linterna potente que en otros tiempos usaba para pescas y cazas intempestivas y nos fuimos hacia el acantilado. Yo le rogué a la Señora que se quedar a lo que ella me respondió con un no tan rotundo, que no volví a insistir con tal motivo. La mar rugía con fuerza y la luna, en su cuarto creciente, estaba a punto de sumergirse en el lecho que cada noche se le ofrecía, allá en el horizonte.

Aunque en mi última visita no le encontré nada que no fuera normal a sus años, y que me hiciera pensar en una recaida. A ciertas edades cualquier parte del organismo puede resentirse por el mínimo motivo que se presente. Nuestra preocupación iba en aumento, al mismo tiempo que el pesimismo se apoderaba de nuestros ánimos. El no encontrarlo en el camino de regreso a casa, acrecentaba nuestros temores. Se había hecho muy tarde para que estuviera todavía sentado a la espera de algo, porque , ni podía contemplar la mar, ni, mucho menos leer, ya que la oscuridad era total. Ni siquiera dábamos margen de que estuviera dando rienda suelta a su incontrolada imaginación, porque el relente de la noche y el salpicar de las olas, hacía insostenible la presencia en las proximidades de la orilla. Yo con la linterna iba haciendo abanicos por si se hubiera caído en los márgenes del camino. Pero todo era en vano. No había el mínimo rastro de nuestro hombre. A nuestra derecha, la mar seguía con su enfurecido rugir, haciendo víctima al acantilado de su enrabietado mal genio. Continuamente nos llegaba la lluvia fina que la brisa traía hasta nosotros, mojando nuestros rostros y empapando nuestras ropas. Llegamos al lugar donde Juan solía sentarse a leer o contemplar el horizonte, para mandar su imaginación a recorrer los infinitos caminos de la mar en busca de mil y una cosas que él sabía, encerraba el inmenso océano. Descendimos por la senda, por la que nuestro hombre accedía a la pequeña playa, pero pronto nos dimos cuenta que el arribo era imposible. La marea alta, nos lo impedía. De pronto, del espigón natural que protegía la playita en su lado Este, salió un haz de luz que iluminó todo el espacio que se abría ante nosotros. Una gigantesca ola se batió contra la punta del acantilado, y al retornar, sin que la intensidad de la luna sufriera merma alguna, llevaba sobre su bucle el cuerpo de una mujer cuya belleza sobrepasaba todo lo imaginable. En lo alto de la onda destacaba su exuberante busto, recubierto de refulgentes esmeraldas talladas en la profundidad de los mares por los tritones mas expertos. Su estilizado cuello, orlado con esquirlas de estrellas, engarzadas con rayos de luna llena. Y en torno a su cabeza, de la que pendía una larga cabellera, negra como el fondo infinito del océano, una corona de espuma, burbujas diamantinas que iluminaban su rostro de nácar, donde resplandecían dos luminarias verdes, con caricias de sosegados atardeceres. Sabedora de nuestra atónita presencia, nos regaló una sonrisa, luciendo una hilera de perlas de blancura deslumbrante. Mientras la ola se batía en retirada, aquella increíble criatura se volvió hacia el espigón natural e iluminó con absolutal nitidez, la cara de nuestro hombre, que en éxtasis total, la contemplaba con los brazos extendidos, queriendo asir lo que ella le brindaba. De nuevo la oscuridad más absoluta lo invadió todo. Una espesa nube ocultó la luna. Solo mi linterna hería tanta negrura rasgando apenas el lienzo bruno de la noche. Nosotros volvimos sobre nuestros pasos y una vez que dejé a la señora en lugar seguro, busqué otra senda para acercarme donde habíamos visto a Juan, sentado. No fue tarea fácil pero después de mil peripecias pude llegar hasta él. Me senté a su lado y así estuvimos un tiempo. No sé cuánto.. El no podía hacerlo. Yo no quería ni debía romper aquel estado seráfico en que Juan se encontraba. Cometería un sacrilegio si lo hiciere.

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