Huyendo de la contaminación y del ruido de Madrid, me hice saeta en el espacio y elegí la quietud y la sobriedad de Soria como diana. Acerté de pleno en el blanco. Mochila y no llena. Necesitaba lo que se me ofrecía y lo acepté de pleno. La margen izquierda del Duero me llamaba y yo, no me hice rogar. Entre olmos, chopos que enmarcan el cauce y las encinas que con sus raices cosen la falda de las empinadas cuestas, me sentí renacer. Inicié mi caminar hacia San Saturio. Ya no tenía prisas. Los humos, los ruidos, las gentes que empujan y no respetan, se habían quedado en la gran ciudad. Aquí, la espesa arboleda, el Duero con su silencioso caminar hacia su destino que, afortunado él, sabe cual es, la mar y mis recuerdos. La Madre Naturaleza me la puso aquí y yo se lo agradezco. Una pequeña roca con forma de sillón obispal se me ofrece y tomo asiento. Frente a mí, el noble e inspirado Río Duero, desliza con suma delicadeza las páginas llenas de poemas que él escribe y muestra. No hay pausa ni premura, todo está poéticamente calculado. El mirar es placentero y el contenido de los versos, aleccionador. El susurro de la brisa, al acariciar las copas de los árboles, da el contrapunto al silencioso discurrir del agua componiendo sus poemas.
Aquí, bajo este chopo, Antonio Machado escribe un poema a Leonor. Un poco más ariba Azorín contempla el chopo bajo cuya sombra sestea el galgo mientras el Mozo Mulas ara la reseca tierra Castellana levantando guijarros y polvo. Allá en el inicio de aquella isleta, Gerardo Diego rinde admiración a la fortaleza del carácter ribereño forjador de almas sensibles e irreductibles.
Tan pleno me hallo que hasta el ruido de mis pensamientos solivianta las mariposas que revolotean en mi pecho. No debo seguir. Mañana será otro día