EL CAMINANTE Y SU LINTERNA VITAL

                                                   LUCES Y SOMBRAS

Ni mejores ni peores, diferentes. Al menos es lo que pienso y me inspira la actitud de nuestros niños y nuestros jóvenes. No puedo negar que mi opinión parte de una perspectiva muy distinta puesto que la emito desde los setenta más doce que peino. No obstante, debo argumentar las razones que me inducen a pensar así.

Es innegable que las formas que en los años 40, 50 e incluso 60 del pasado siglo, teníamos los muchachos de aquella época de llenar los espacios libres que nos permitía nuestro vivir, eran muy distintos a cómo los llenan en la actualidad. Téngase en cuenta que mi opinión se centra en el “modus vivendi” de un aldeano de la montaña orensana. Unos padres trabajadores, hermanos que colaboraban de diferentes maneras en los quehaceres de la casa. Si había alguno con oficio, raro era el caso de que así no fuere, aportaban su pecunia, para mejorar en lo posible la calidad de vida de los miembros del grupo familiar. Al cumplir los cuatro o cinco años, este es mi caso, ya salíamos con el ganado para zonas donde no hubiera peligro de ríos o de otra clase de riesgos. Compartíamos con los hermanos mayores las aficiones que ellos tuvieran, caza, pesca o cualquiera otra actividad en el ámbito rural. Con esas actividades llenábamos nuestros ojos de paisajes y experiencias que después utilizábamos en nuestro devenir cotidiano. Hoy recuerdo con encomiable cariño y una gran dosis de placer, las jornadas de caza y de pesca que compartí con mi hermano mayor. Tanto así, que al recordarlas en estos momentos, no puedo evitar que se me nuble el mirar y la garganta pierda su normal humedad. Al sentarnos en la mesa, ya fuera para el yantar o el cenar, nadie comenzaba a comer, mientras el padre, y en su defecto la madre no daba permiso para ello. Durante la comida se hablaba del normal desenvolvimiento de las tareas encomendadas a cada uno y de los problemas que pudieran haber surgido en su desarrollo. Todos aprendíamos de todos.

Esta mañana salí a caminar con algunos de mis nietos más jóvenes y algunos amigos suyos. Siete en total, de edades comprendidas entre los 7 y los 15 años. Me jacto, y razones sobradas avalan mi presunción, de tener un grupo familiar admirable. Antes de comenzar el paseo, paseo programado a buen ritmo para que sirviera para ejercicio matinal, observé a la mayoría de ellos que, en los bolsillos de su ropa, guardaban los teléfonos móviles. En más de una ocasión escuché los peculiares sonidos de llamadas y mensajería. Los observaba y sufría al contemplar su indiferencia por las sendas boscosas que caminábamos sin apenas sentir el placer de hacerlo. No solo la abundancia de árboles de diferentes especies, tamaños y aromas. Tales como pinos, castaños, eucaliptos, acebos o matorrales como romeros, carrascos. Llevado de esa incontrolada manía que nos agobia a los mayores, los miraba y no podía por menos que lamentarme que no dedicaran un poco de atención al paisaje por el que discurría nuestro saludable caminar.

La dedicamos para realizar un recorrido por las calles del barrio histórico de Pontevedra. Pisábamos aquellas piedras que pavimentan el barrio próximo a la Alameda, Santa María, Ayuntamiento, Diputación, donde cada pieza de granito es un retazo de historia de unos hombres que no trabajaron la piedra, sino que se divirtieron convirtiéndola en arte y sabiduría del bien hacer, jugando con el buril y la maceta. Al final de la tarde les hice preguntas sobre lo que habíamos visto y, salvo alguna que otra respuesta un tanto ambigua, no habían retenido en su retina o en la memoria, nada de lo que tuvieron ante sus ojos, sobre sus cabezas o bajo sus pies. Totalmente de acuerdo que su incipiente juventud se ocupa en otros menesteres que nada tienen que ver con el arte de trabajar la piedra y esculpir imágenes para ornamento de iglesias o plazas, pero otro tanto pudiera decir de los niños que fueron y hoy exhiben arrugas y es precisamente en esos surcos de sus frentes y rostros, donde guardan los recuerdos de las primeras veces que, siendo niños, las visitaron.

Ni los unos fueron mejores ni los otros son peores. Sencillamente diferentes. Sin embargo, sí sería aconsejable que tanto padres, los auténticos educadores y los pedagogos a quienes se le encomienda la bellísima y ardua tarea de cultivar su cerebros, hicieran un alto en la encrucijada de sus caminos y recapacitaran un poco si las sendas por donde discurre el caminar de las futuras generaciones que han de dirigir nuestro destino, es la acertada o por el contrario debieran hacer algunas enmiendas que recondujeran actitudes para la consecución de un mundo más realista y ajustado a la consecución de una mejor calidad de vida, conscientes de que el día a día debe vivirse sin sobresaltos. No pasar al martes sin vivir antes el lunes ni el miércoles sin pasar por el martes. Se puede y se debe hacer así. Para ello no hace falta ser mejores ni peores, sino diferentes, siendo cónsonos con los tiempos que nos toca vivir. Luces hubo antes. Sombras tampoco faltaron en aquel vivir. Luces y sombras jalonan el caminar del mundo de hoy. En unas y otras supieron vivir antaño  y no van a ser un obstáculo insalvable para que el mundo de hoy interrumpa su caminar.

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