No hace muchos días recordaba una anécdota de lo que me aconteció en Caracas. Hoy me viene a la memoria algo que demuestra que mi incompetencia en hacer realidad mis ocurrencias o las situaciones que otras personas ponían a mi alcance, no comenzaron siendo ya mayorcito. A finales de los años treinta o como máximo a primeros de los cuarenta, nací en Septiembre del treinta y seis, sin pensármelo dos veces le dije a una moza, unos años mayor que yo, mirándola a los ojos: «Por tí he dejado todas las que tenía». Para mi fortuna, y también para la suya, la agraciada no me hizo caso alguno. Aún vive, soltera por cierto, y dicen los que tienen conocimiento de ello y supieron de mi oferta: «No sabes de lo que te has librado. Desde siempre ha sido y sigue siendo insoportable». En diferentes momentos de mi vida, al igual que sucedió en la anterior anécdota, hubo similares aconteceres. Dicen que de niño era muy agraciado. ¡ Dios mío cómo destrozan a uno los años! El caso es que a pesar de que a la primera que le juré amor eterno, ni caso me hizo, sin que pasaran muchos años de aquel momento, estando en el monte al cuidado de las vacas mientras mi madre y hermanas plantaban patatas cerca de donde yo me hallaba, una mocita bastante mayor que yo, que también estaba con su ganado, me mandó pònerme de pie con la espalda apoyada en un muro y y dándome una patada suave en cada pie, me obligó a que me abriera de piernas. (Ah, en aquellos años, por supuesto que no utilizaba calzoncillos y mi pantalón corto estaba abierto desde el coxis al pubis, lo demás se entiende sin aclaraciones). Cuando estuve en la posición ordenada, ella, como digo, bastante mayor que yo me preguntó sin titubeos. «¿Quieres meter tu paja en mi pajar»? Ignoraba lo que aquello sería, ni interés tenía por saberlo. Salí corriendo y me fui a refugiar a los brazos de mi madre. Les conté, a mi manera, lo que me había sucedido. Mi hermana Luzdivina se cayó al suelo muriéndose de la risa.