EL CAMINANTE: RECUERDOS IMPERECEDEROS

Según pasan los años, afloran en mis recuerdos momentos vividos que permanecerán hasta los últimos instantes de mi existencia. No careciamos de nada, sencillamente porque no sabíamos qué había detrás de la pared de nuestro vivir. Llenos del amor de nuestras madres y del respeto que nos inspiraban nuestros padres, cuando teníamos el placer de gozar de su presencia en el hogar, la mayoría de ellos emigraban. Sí, se marchaban, unos, porque aspiraban por un mundo más ajustado a sus inquietudes y otros porque les apetecía disfrutar de espacios más amplios y gozar de ansiadas y no siempre loables libertades. Lo reconozco y así lo expreso: Yo era un niño muy feliz. Y recuerdo estar con las vacas en el Cacheiro o No Largo do Muiño y escuchar a Asunción de la tía Rosa de Villaverde, para los más jóvenes, una tía abuela de Rosiña Lamas y Marichu, cantando mientras plantaba patatas en una finca que tenían, y aún tienen, a la derecha del camino que usaban los de Garfián para venir a Misa. Asunción era la alondra que alegraba las mañanas o las tardes, entonando románticas canciones de la novia olvidada o el soldado muerto en cruel batalla en los campos de África. Y no solo eso. Veo a nuestros jóvenes, algunos sin cumplir los diez años, restregándose los ojos para terminar de despertar, subir hacia la mina a la procura de una taza de estaño o Wolframio, los más jóvenes, y con la ilusión en sus mentes de dar con un filón que colmara sus aspiraciones, a los más mozos. Y el silencio ruidoso del subir por las empinadas laderas de Marcofán, se trocaba en alegres cantarelas cuando el sol daba las buenas tardes a las Islas Cíes y las mozas, casi niñas, se recreaban viendo su tacita de barro, mediada o llena de los codiciados metales. También mostraban su alegría los mozos, aunque la exteriorizaban de forma diferente: «gabándose» por descubrir el filón ansiado. Todo ello era una parte de nuestro día a día. No había tiempo para el aburrimiento. Cada persona tenía asignada su labor y el cumplirla era la expresión de respeto que se rendía a uno mismo y a quien así lo disponía. ¿Éramos felices? Sí, no aspirábamos a nada más. ¿Por qué? Sencillamente, porque ignorábamos que existiera. Desde mi privilegiada edad de ochenta y cuatro años, dedico en esta soleada mañana otoñal, mi más profundo agradecimiento a todas las personas que, con su manera de vivir, consiguieron que yo fuera un niño feliz, cimentación imprescindible para edificar una vida de calidad.

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