Cada mañana, al amanecer, doy gracias a Dios por el magnífico regalo que me ha dado. Para mí es un premio insuperable sin parangón. Hoy, en cuanto descendí de mi habitación, lo primero que hice fue salir para dar los buenos días a Filomena, Cirila y Nicasia. Ellas son mis generosas ponedoras que, incluso estos días, me regalan un huevo cada una. Cupe se me adelantó y me obsequió un sonoro «cocarocó», su voz es tan ronca como la mía.
A pesar de la ropa que cubría mi cuerpo, pijama, gruesa bata, calcetines y zapatillas, el frío mañanero no tuvo piedad de mí y la barba se encrespó. Ahí comenzó mi charla con el mejor compañero. Previendo algo así, anoche dejé en el hogar un leño grueso. Lo hago con frecuencia. Y no fue desacertada mi precaución. Se había consumido por completo, pero observé que había algunos carboncillos que parecían apagados. Abrí el tiro, y unas tímidas lucecitas comenzaron a brillar. Les puse al lado leña seca y guardé silencio para que hablaran entre ellas. No os cuento lo que yo le dije a los pequeños carboncillos y a la leña que les arrimé, porque no es nada difícil suponer. Comencé a preparar mi desayuno, sin dejar de mirar para mis mejores amigos en esta decembrina mañana. De pronto escuché un suave, tanto como deseado, despertar sonoro de la llama que estaba esperando ser el Ave Fénix en mi lar. La sonrisa que afloró a mi rostro es indescriptible. Desayuné hablando con ella y ambos los dos nos regalamos toda clase de elogios, Yo agradeciéndole sus imágenes y caricias y ella, mi generosidad y acierto, por haberle proporcionado unos compañeros que le permitieron volver a la vida y regalarme su calor. Os lo aseguro, en esta Navidad, gozar de la venida del Hijo de Dios, es el credo que profeso, al amor de una buena lumbre, es un regalo maravilloso que Papá Noel, difícilmente podrá superar.