LAS CAMPANAS ERAN EL ALMA DE LA ALDEA.
Eran tiempos en que nadie llevaba en sus muñecas un reloj y en muy pocas profesiones los de bolsillo salían de la funda que tenían destinada en el chaleco. Solo aquellos que realizaban trabajos de “alto copete” lucían un Savonnette u otra marca de parecido estilo. Eso estaba reservado a directores de bancos, y no todos, los demás, los trabajadores artesanos utilizaban el Roscopf, que aguantaban todos los golpes sin inmutarse.
Ahí comenzaba una de las principales labores de las Campanas de la torre de la Iglesia. A las doce en punto, el sacristán hacía sonar para que dejaran la guadaña, la hoz o la azada y la madre dijera al resto de la familia que se iba a preparar el yantar. A las ocho de la tarde, de nuevo la campana grande tornaba a expandir su sonoro tañer invitando a todos al recogimiento familiar. Si se producía un incendio, las cuatro campanas repicaban con su explosivo y variado sonido llamando a todo el mundo para acudir a sofocar el fuego, ya sucediera en el monte o en alguna vivienda. Los diferentes toques con sus peculiares tañeres nos convocaban a los diferentes eventos, casi siempre de índole religioso o marcando las diferentes horas del día y los quehaceres a realizar en esos precisos instantes. Recuerdo a mi madre, un día que estábamos cavando una estivada en la Devesa, dejar la azada, secarse el sudor de la frente y preguntarse: ¿A quién llamaría Dios? Las tres campanas encargadas de anunciar la muerte de alguien sonaban así: Primero la grande, después la xoca (hueca) y finalizaba la pequeña, encargada de sofocar el llanto. Así eran los sonidos Tóuuuuuunnnn Tóuuuuuunnn Táaaaaaaaeeeennn Tic. Los dos toques de la grande seguidos era para hombres, para mujeres, se eliminaba uno de los toques de la campana grande y sonaba así: Tóuuuuuunnnn Táauuuuuunnn Tic.
Eran las campanas de la torre de la Iglesia la compañera en todos los momentos del día. Con su lenguaje sonoro nos contaba todo lo que necesitábamos saber. Y, cuando te hallabas en el monte en medio del silencio que todo lo invadía, qué alegría escucharla. Te quitaba todos los miedos. ¡Cuán sencilla y a la vez grandiosa es la vida de la aldea! Cada día disfruto más viviendo en mi Beariz del alma.