El día amaneció con nombre y apellidos gallegos. Brumoso, con nubes que ni suben ni bajan. No dejan asomar el sol pero tampoco traen agua. Hasta el mirlo se mantuvo en silencio esta mañana. El Pitirrojo sí apareció en la ventana con su tic nervioso pero se le notaba desganado. Al mirar el almanaque que tengo en la cocina y ver el día en que estamos, caí en la cuenta de que hoy hace años que Eulalia Cerdira llegó al Centro Geriátrico tal día como hoy hace 11 años.
Como de costumbre, al regresar hacia mi casa, hice un alto en el camino y entré en el Centro Geriátrico de la Fundación San Rosendo , que tenemos en Beariz. Saludé a la Sra. Rosa Barroso, Directora del Centro, a las Auxiliares y a los residentes que había por la sala central. Rosa se disculpa, porque alguien la requiere en la entrada. En efecto. Una señora mayor acompañada de una joven acceden a la sala acompañadas de la Directora. Yo las observo y cuando la señora mayor toma asiento en una de las butacas que allí hay, me acerco a ella para saludarla. Siempre lo hago con todos los internos y si alguna vez, como es el caso, coincide que estando allí llega una persona nueva, la saludo y le deseo todo lo mejor en su nueva residencia. Con la señora iba hacer otro tanto. Muy ceremonioso y utilizando mis mejores modales, me acerco y le doy la bienvenida, haciendo votos porque su estancia sea a medida de sus deseos. Aún no había terminado mi breve parlamento, la señora, dándome un manotazo y con gesto avinagrado me dijo en tono bien sonoro para que yo me enterara:
-¡Apártese de ahí payaso!
Volvió la cabeza hacia otro lado para no verme y musitó algo entre dientes que, de lo único que estoy seguro, es que no fue un piropo hacia mi persona. Le pedí disculpas pero ella me ignoró totalmente. A mí, en absoluto, me molestó. Normalmente cuando llega una anciana o un anciano a un Centro de Mayores, su estado anímico no es el de mayor alegría, pero el de la señora, sobrepasaba todo lo imaginable. La Directora la disculpó, aunque ello era innecesario por razones obvias. Sin embargo la señora Eulalia, sembró en mí una semilla la cual yo estaba convencido que daría frutos en el futuro.
Estábamos ya abocados al invierno y el otoño estaba siendo muy duro, por cuya razón, al día siguiente de llegar Eulalia a la Residencia, me fue sumamente difícil encontrar una rosa. Recorrí todos los jardines de tres o cuatro aldeas. Todos los rosales estaban secos. Si alguno tenía los restos de una flor, en cuanto intentaba cogerla, se deshacía Por fin, en un rincón de un jardín, protegido por una tapia, encontré un capullo rojo carmesí increible. Estaba sujeto al tronco del rosal por una ramita delgada y seca. Con sumo cuidado, como si de un huevo con la cubierta sin solidficar se tratara, lo iba a cortar, cuando me di cuenta que lo podía destruir. Me fui a casa, cogí unas tijeras y regresé a la procura del rojo y delicado capullo. Conseguí tenerlo en mi mano intacto, pero en cuanto lo deposité en el asiento del coche, el rabito se divorció del capullo. Un alambre fino suplió a la insolidaria rama. Rodeé la florecilla con unas ramas verdes y me fui a la conquista de mi arisca dama. Llegué junto a ella. Estaba sentada. Ni miró quien le daba los buenos días. Conseguí ponerme en frente de sus ojos y comencé a recitar unos versos de San Juan de la Cruz. Soportó sin decir nada unos segundos. Al fin levantó la mirada y yo le ofrecí mi diminuto e improvisado ramo. Lo tomó en sus manos sin decir palabra. Yo permanecí callado y en cuclillas frente a ella. Al fin mirándome a los ojos me dijo muy quedo, como si quisiera que solo yo la oyera
-Gracias. Acerqué mis labios a su mejilla y le dí un beso. Ella me correspondió con otro. Allá, en lo más profundo de un sentimiento adormecido, pareció asomar una sonrisa.
Siete años estuvo Eulalia en la Residencia San Antonio de Beariz, de la Fundación San Rosendo. A todo el que quería escucharla, le contaba que el amor más grande de su vida lo había encontrado a los 85 años en Beariz. El nombre de su amor, del hombre que más la quiso y que más la respetó, según sus propias palabras, ya lo puede suponer la docta lectora y el documentado lector. Se enfadaba cuando llegaba yo a la Residencia y dedicaba unos segundos a quien fuere, antes de darle a ella un beso. Me contó su vida una y mil veces. Había nacido en el Arenteiro, ese histórico y bello pueblo ancestral, donde tuvieron su Cuartel General, muchos años, los Caballeros Templarios. Desde muy jovencita tuvo que trabajar para ayudar al sostén de la casa. Uno de los primeros empleos fue cuidar de un niño en Carballino. Este niño se llamaba Mariano y era hijo de un Juez. Un día la mamá del niño, le dijo que tenía que llevarlo a la escuela. Era la primera vez. El niño tenía 4 añitos. Cuando lo dejó al cuidado de la Maestra, Mariano no quería separarse de Eulalia y lo expresaba llorando a lágrima viva. Al fin el niño entró para la escuela y Eulalia regresó a casa. En cuanto estuvo frente a la mamá de Mariano, le dijo que ella no volvía a llevar el niño a la escuela. Que le partía el corazón verle cómo lloraba y no volvía a llevarlo. Y así lo hizo. Desde aquel día alguien se encargó de hacerlo pero Eulalia, no. Ese niño que se llamaba Mariano y que era hijo de un Juez, que se apellidaba Rajoy, sigue llamándose Mariano y sigue apellidándose Rajoy y es el Presidente de todos los españoles.
A los 7 años de estar entre nosotros Dios llamó a Eulalia a los Campos luminosos de la Eternidad, donde los niños no tienen que llorar por ir a la escuela, ni las niñas jovencitas tienen que trabajar para ayudar al pecunio de la casa. Cuando estaba su féretro en el tanatorio, entré y puse sobre él una rosa roja, casi tan grande como un girasol, para ver si, de esta manera, arrancaba una sonrisa más amplia que aquella que me dio cuando le regalé el capullito carmesí que tanto me costó encontrar.