A LA PROCURA DEL ABRAZO DEL PADRE

              wp-image-307319011jpg.jpeg Desde hace años, muchos años, alimento una ilusión. Hoy inicio un viaje para hacerla realidad. No sé cuándo ni quién me lo regaló. Lo cierto es que un día, rebuscando entre mis libros, me llamó la atención un título: La vuelta del Hijo Pródigo de Henri J.M. Newen  Lo desperté de su letargo y leí dos líneas. Fue suficiente. Cuando, siendo niño, leía la Biblia, siempre le dedicaba unos momentos a la Parábola del Hijo Pródigo. Las travesuras que eran casi continuas en mi niñez, me identificaban un poco con el hijo rebelde de aquel buen hombre que solo entendía el lenguaje del amor y del perdón. Tal cual hacían mis padres con mis pequeñas trastadas. Una pequeña reprimenda, un buen consejo y una promesa de no volver a repetir lo hecho. Promesa que duraba, justamente lo que tardaba en tener la mínima ocasión de romperla. Aquel libro que rescaté del limbo de los ignorados, contaba, precisamente, eso, lo maravilloso que es el amor y el prodigio de su existencia. En la portada estaba el cuadro pintado por Rembrand. El autor del libro, el Rdo Henri J. M. Newen, holandés como el autor, de pronto se topa con el Cuadro  del lienzo, cuenta su visita al Hermtage. Todo lo que estaba viendo, le producía la lógica admiración que despiertan las pinturas de Ticiano, Vangot, Rubens y todos los Maestros que en la grandiosa Pinacoteca, exponen los irrepetibles Artistas que en el mundo han sido. Pero,  de pronto se halla con el cuadro que,  en los últimos años de su vida, el controvertido Maestro de las luces y sombras, realizó. El Rdo, no siguió caminando. Como si hubieran clavado sus pies al firme y polícromo losado del Museo, Fulano de tal se quedó fascinado ante tanto mensaje de amor y ternura, había reflejado en aquel lienzo, con tonos que solo una mente privilegiada fue capaz de elegir y fijar en una tela, para que gentes afortunadas, en el devenir de los tiempos, pudieran disfrutar contemplando. Leí aquel libro, que hasta entonces no se me ocurrió sacarlo de los estantes. Lo  leí con total fruición y lo convertí en mi libro de cabecera. Cuanto más lo leía, más contenido le encontraba al tema que desarrollaba. Me parecía mentira haber ignorado por tantos años aquellas páginas que ahora, en desagravio, leí una y  muchas veces, y, en ninguna de las ocasiones que lo  releí, dejé de encontrar más mensajes que me llevaban a respetar, admirar y querer, al Padre tierno que volcaba su infinito amor llenando el corazón vacío del Pródigo Hijo que dilapidó su herencia, arrojando lejos de sí los afectos que tan generosamente habían depositado en sus arcanos, los autores de sus días.

Años pasaron sin que pudiera hacer realidad la ilusión de presentarme en el Palacio que la Emperatriz Catalina II La Grande mandó construir para albergar las Pinturas de los mejores artistas conocidos. Y una vez allí,  mirarle a los ojos a tan generoso Padre y contemplar cómo vuelve a llenarse de amor el desnudo y disipado corazón de un joven que, a pesar de su actitud, nunca perdió la perspectiva de dónde podía recobrar el lugar en el que le estaba esperando el amor que ahora  tanto necesitaba.

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