Han pasado dos días y ya nos estamos despertando. Nos despertamos de una pesadilla que estábamos viviendo y que para nuestra desgracia, no es tal pesadilla sino la amarga realidad de tu partida. Personalmente te puedo asegurar que, cuando el otro día te mandaba una esquela, estaba convencido que, como tus padres, me despertaría y los dos, tu y yo, nos reiríamos del mal sueño. Dani, a pesar de que nos separan o nos unen, 60 años, no soy capaz de establecer el matiz, tu partida, ha creado en mí un vacío que solo tu ocupabas. No fue larga nuestra relación de amistad pero tan sincera y oportuna para ambas partes, que siempre tendrá vigencia en mi mente y en mi corazón. No te imaginas cuando le decía a tu padre que os esperaba a cenar tal o cual día, casi siempre sin programar y él me decía que no sería posible porque no te encontrabas nada bien. Tu padre, siempre fiel a su estilo, abría un portillo diciéndome que, de todas formas, te llamara. Yo, convencido que, realmente, te encontrabas mal, te pedía que vinieras y jamás rehusaste la invitación. Nunca utilizaste el no en nuestras conversaciones. Eso, querido Dani, no lo puede olvidar un hombre que ya anda por los setenta más diez. Ya habías mantenido una conversación con tu mamá, sobre el proceso de tu enfermedad, en la que ella se lamentaba de… y tú, consciente de tu estado, le respondiste con el aplomo que te caracterizaba: «Mamá, ¿Tú qué esperabas»? Te soy sincero diciéndote que, en más de una ocasión, le dije al Dios en el que creo, que si le hacía falta alguien a su lado, que me llevara a mí y te dejara a tí. Yo ya he cumplido mi periplo y tú aún no lo habías comenzado, apenas. Pero se nota que El quería a su lado alguien de valores más acrisolados y te eligió. Ya te lo he dicho en varias ocasiones. Al igual que los Navarricos, tú no dijiste Adios, sino, hasta luego. No rompiste el cordón umbilical que nos une. El sigue regando nuestra relación y siempre estaremos unidos. Seguiremos comunicándones, Dani.