¡QUÉ TORNADIZOS SOMOS LOS HUMANOS!

Ya conoceis, los que seguís mis escritos, que no le pongo barreras ni al campo ni al viento. Por razones que en su día manifesté, dejé de criar cerdos Celtas y las fincas por donde ellos corrían, quedaron sin un cometido aparente. Al cabo de poco tiempo se me acercó  una pareja joven y me preguntaron si les permitía colocar una colmenas donde antes tenía los cerdos. Me faltó tiempo para decirles que sí. Que dispusieran de las fincas para lo que fuera menester. Encima, si era para cultivar miel, les dije que yo pondría las hojuelas debajo. Dicho y hecho. Sin que yo pusiera condición alguna, me ofrecieron un kilogramo de miel por cada colmena que colocaran en mis terrenos. Tampoco tuve voluntad para oponerme a tan dulce oferta. Precisamente yo soy un enamorado de lo que producen las abejas. Todo venía rodado. Me había venido Dios a ver. Trajeron cerca de un centenar de colmenas y a mí me dan cada año casi un centenar de botes de la más dulce miel que han disfrutado los siglos. Bastante vale la miel de la Alcarria, donde fijé mi residencia recién casado, comparada con la que producen mis abejas de Arduina. Cada mañana me desayuno dulcificando mis alimentos con el rico manjar, producto de mis abejas. Y desde mi mesa les mando las más expresivas gracias por hacerme la vida tan dulce.

Para que mis abejas tengan sitios más cercanos donde libar el néctar de las flores, planté cerca de donde ellas tienen su residencia, un centenar de castaños. Alrededor de los árboles, ha crecido mucho la hierba y los ahoga. Hoy me fui con mi desbrozadora para dejarlos libres de las malas hierbas que no les permiten crecer libremente. Comencé lejos del lugar que ocupan las casitas de mis dulcificadores insectos. Yo no molestaba a nadie, nadie me molestaba a mí. Todo perfecto. Nunca llegué, en mi labor de limpieza, a menos de 60 metros de las colmenas. Eran. más o menos  las 6 de la tarde. De pronto, un picotazo en la cabeza. Inmediatamente otro y seguidamente dos más. Otra me clavó el aguijón en el costado izquierdo. Sin terminar de espantar la que me clavó su aguijón en el costado, ya estaba otra hermana suya clavándomelo en el omóplato del mismo lado. Tiré la desbrozadora por los suelos. De un manotazo mandé la careta protectora lejos de mí. Mis manos parecían aspas de molinos de viento y ni así era capaz de sacarme de encima a los enrabietados bichitos a quienes el dueño de los terrenos no les merecía ninguna consideración. Ellas que, unos momentos antes eran merecedoras de todos mis elogios y agradecimientos, y gozaban de un «status» muy especial en mi consideración, se habían convertido en mis más crueles enemigas de las que renegaba con toda mi alma. Maldije una y mil veces su crueldad para conmigo. En nada tenía en cuenta los momentos felices que me regalaron haciendo mi vida mucho más agradable de lo que lo hubiera sido sin su magnífica y dulce aportación. ¡ Cuán tornadizo es el ser humano! Con qué pocos motivos cambia el rumbo de sus criterios.  Pero así somos. Cuando regresé a casa me tomé un poco de leche endulzada con la miel de mis abejas. Eso sí, con la lección bien prendida: Es de obligado cumplimiento respetar los espacios de los demás, incluso de aquellos cuyo tamaño puede parecer irrelevante.

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