Los quince días pasados en Puente Viesgo fueron para el Caminante una cura de todos sus sentidos. Con el cuerpo renovado. La mente despejada. El Espíritu limpio sin mácula
Los paseos por aquellos parajes incentivaron mi mente hasta cotas impensables. Cierto.
Su arquitectura autóctona, norte y guía de una forma de entender el arte montañés.
En lo alto de la montaña, los que fueron y allí dejaron sus huellas. Abajo el hroismo.
Aquellos, en sus museos pétreos marcaron las pautas de la belleza en la sencillez. Sus herederos siguieron con lo sencillo, actualizando los signos y los rasgos que no se borran
Que sus gentes abren sus brazos y sus puertas, lo pregonan por doquier las puertas de sus bien cuidados hoteles, prestos a recibir al visitante con la cordial y la noble sonrisa que caracteriza a todo buen montañés. Y, si es pasiego , todo ello alcanza cotas impensables. Y extienden su brazos para estrechar, incluso al que está allá, más lejos.
Y, también en Puente Viesgo se cumplen las elementales reglas de La Real Academia de la Lengua: «No hay regla sin excepción». Como buen Cristiano, que intento ser, asistí a la celebración de la Eucaristía, o sea La Santa Misa. Por cierto en una Iglesia (edificio) bellísima. Antes de la celebración observé un joven que preparaba todas las cosas para tan solemne acto. Me figuré que sería el Sacristán. Como tengo por costumbre, me acerqué a él y me ofrecí, por si consideraba que pudiera ser útil para colaborar en la Eucaristía.
Me dijo muy amablemente que sí, además que celebraba mi predisposición, por no ser muy habitual entre los asistentes. Me encomendó la lectura de la Primera lectura que, por cierto trataba la profecía de Sifonías. Un bello mensaje. Llegó el momento y leí lo que se me encargó. Terminada la lectura, como hago siempre y lo he realizado en cuatro continentes y un sin fin de iglesias, tomé el libro en mis manos, con mucho respeto, y lo mostré a los feligreses, mientras decía «Palabra de Dios» que es lo preceptivo. Al final de la Santa Misa me llama el celebrante, un Sacerdote que frisará por los cuarenta años y me dice don cara de pocos amigos y en tono que más se parecía al Jesús del Templo, con los buhoneros, que al Orador de la Montaña cuando pregonó las Bienaventuranzas: «No vuelva Vd, a mostrar el libro como lo ha hecho hoy. Esa no es labor suya. No sé dónde lo habrá aprendido». Algo más, que no entendí, musitó entre dientes. Solo le faltó rematar la frase con un «imbécil». Salí del sagrado recinto más persona, más Cristiano, más santo.
Porque le pedí perdón a mi Dios por haber cometido un pecado que no sabía que existía y que un Cura mal encarado, más enterado, más listo, con muy poco espíritu Cristiano, me dijo que había cometido. Sr. Cura, si alguna vez me ve en una de las Misas que Vd. celebre, no me riña por estar allí, no le guardo rencor, pero no sea Vd. así con todos. ¡Sr. Cura, al mismo, cuando un grupo de cantantes, todos muy bien uniformados, con lo cual demostraron que no eran eran unos espontáneos, sino una coral formada por damas y caballeros, amenicen, y muy bien, cantando durante la Eucaristía que Vd. celebre, apréndase, al menos su nombre. Los citó con un gesto y un tono tan despectivo que yo, y no sólo, sentí vergüenza ajena.