EL CAMINANTE: RUADA EN CASA «DA GAYA»

      No hay ninguna descripción de la foto disponible.            La tía Rosa era mi tía política. Estaba casada con un hermano de mi madre, el tío Celestino. La tía Rosa encajaba mejor en un cuento de Edgar Allan Poe o Charles Dickens, como personaje tétrico, que como señora de buen corazón en cuya casa se reunían todos los atardeceres de domingos y días festivos, lo más granado de la sociedad bearicense. Nunca pude saber la estatura que tenía, porque siempre la recuerdo sentada o tumbada. Tenía un pie, me parece recordar que era el derecho, envuelto en una especie de vendaje, que no era otra cosa que unos trapos  que no se identificaban por el color, de lo sucios que estaban. Digo vendaje, por darle un nombre fino a lo que era un amasijo de los tales trapos viejos. Pero vamos a lo que intento contar. Allí, en torno a su lar se juntaban hasta diez o quince personas a escuchar lo que cada uno quería contar. A la sazón en Beariz aún no había llegado la luz eléctrica, por lo que el único alumbrado era la tintineante  y mortecina llama amarillenta de un farol de gas colgado en un rincón de la amplia estancia que cumplía las funciones de cocina, comedor y, algunas veces hasta de dormitorio. Cuando la lumbre era alimentada de un buen leño seco, aún se podían distinguir un poco los rostros de los que estábamos  sentados en bancos largos alrededor del lar, cuando el leño se convertía en tizón, ya no se distinguían las caras de nadie. Digo sentados alrededor del lar, todos los que asistíamos a la ruada, todos menos uno, mi tío Celestino que se encontraba en una esquina de un asiento de losa de pizarra en un rincón, en absoluto silencio. Nunca llegué a conocer el timbre de su voz, jamás le escuché pronunciar una palabra, aunque, en el decir de mi madre, su hermana, era un hombre muy inteligente y estudiado. Había estado en la Universidad de Salamanca, me contaba ella, y mamá nunca mentía. Por si la escena de todas aquellas personas alrededor de un fuego semi apagado, escuchando historias de difuntos, «pantallas» (fantasmas) aparecidos, Santa Compaña y otras narraciones similares no fueran suficientemente atractivas para meter el miedo en el cuerpo de la mayoría de los presentes, allí estaba mi tío Celestino, con su callada y enjuta figura, del color del humo que, antes de perderse por las losas de la cubierta de la casa, pasaba por su rostro, para acariciarlo, a mi pobre e infantil creencia, el único que lo hacía. Por supuesto que mi tía A Gaya, era la que daba la entrada a los intervinientes en los diferentes temas que se trataban. Después se limpiaba los ojos y la boca con el dorso de la mano derecha, sorbía la moquita que intentaba liberarse de su gruesa y algo torcida nariz y se disponía a escuchar. Bueno escuchar, es un decir, cuando ella no hablaba, no tardaba casi nada en dormirse emitiendo unos ronquidos que solo se silenciaban con las risotadas de los presentes, viendo cómo su barbilla golpeaba sus lacios senos, de las cabezadas que daba. Todo ello es así de cierto, sin embargo nadie podía negar a la esposa de mi silencioso tío Celestino, el poder de concentración que tenía. Ningún vecino era capaz de aglutinar en torno a su lar, tantas personas como mi tía Rosa. Contaría y no acabaría situaciones que A Gaya protagonizaba, ella y su casa. Yo, cada vez que mis padres me llevaban, temblaba, porque, cuando llegaba a casa, mis ojos me picaban a rabiar. El motivo no era otro que lo cariñoso que se manifestaba el humo, recreándose por la ropa y cara de todos los asistentes. No existía ni campana ni, por supuesto chimenea. El humo salía por entre las rendijas de las losas de pizarra que cubría el edificio. Ah, tenéis razón, no he dicho el por qué de ese nombre. Dicen los que la conocieron desde siempre, que de moza era bastante atractiva, por lo que muchos jóvenes intentaban hacerse con sus favores, pero un accidente, la desmotivación, la desidia y los años la llevaron a lo que era en la época  en que yo la conocí. Y ahora os diré por qué le llamaban A Gaya. Habita los verdes bosques gallegos, no sé si es pájaro, porque no alcanza la categoría de ave. Es de la familia de los córvidos, y en nuestros bosques adquiere un tamaño algo más grande que su hermano el popular arrendajo. Por su colorido tan similar al papagayo, en Galicia se ahorra lo de «papa» y se le llama Gayo. Cuando se le molesta, emite unos ruidos tan guturales como desagradables al oído. Los gritos que en momentos determinados daba mi tía A Gaya eran muy parecidos a los del enfadado Gayo, de ahí que terminaran por llamarla de aquella manera.

Posiblemente, en algún momento vuelva para contar algo más sobre mi tía A Gaya.

 

 

 

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