EL CAMINANTE: VISITANDO EL OURAL

20180424_124353.jpg               Esta primera tarde del Verano, acompañado de la mujer con la que comparto mi vida, visitamos el Oural. El Oural es un paraje donde tuve, no hace muchos años, mis cerditos Celtas. Me dió mucha pena ver cómo está, por esa maldad de algunas personas que no soportan que los demás aspiren a realizar algo bueno. Lo que prometían convertirlo en un vergel que enriquecería a todos los vecinos del pueblo, está totalmente abandonado. En el cruce de caminos que hay al principio de lo que habíamos convertido en un parque, me vino a la memoria un recuerdo que nos sucedió a mi socio Serafín, por cierto ya hace unos años que se fue a lo eterno, y a mi. N pude por menos que contárselo a Lorena.

–Estando una tarde viendo el ganado, se presentó una señora de mediana edad, de complexión fuerte y perfil más céltico que la esposa del rey Atila. La acompañaban cuatro hombres de parecidos perfiles y ninguno de ellos se pronunciaba antes de que ella lo hiciera. Luego supe que eran vecinos y amigos. Me hicieron mil una preguntas sobre la vida de los cerdos Celtas. Les respondí a todo lo que mi pobre entender alcanzaba. Al final de la conversación, la señora, nunca supe su nombre, me dijo que le interesaba un cerdo macho para berraco. Ni precio preguntó ni yo le dije. Prometí en una fecha en que fuera posible se lo llevaría. Ese día llegó y le dije a mi entrañable amigo y socio Serafín que aprovecharíamos la tarde del próximo domingo otoñal que habían dicho en la radio que haría buen tiempo, para acercárselo a Bandeira, pueblo donde residía la simpática compradora. Llegó el día indicado y cargamos en el remolque el cerdo que escogimos. Tenía buena estampa, «calzaba buen número» y debía pesar unos dos cientos kilogramos. Con nuestro berraco en el remolque unido al Nissan, una tarde otoñal que invitaba a disfrutar de ella, salimos a cumplir con nuestro compromiso. No teníamos ni idea de dónde podía estar el pueblo al que íbamos. Cuando llevábamos dos horas de viaje conectamos con la señora y ella, de forma magistral nos fue guiando y una hora después llegamos a nuestro destino. Nos recibió con la amabilidad, ya mostrada en otras ocasiones. Nos abrió un gran portón que daba acceso a su corral. Introduje coche y remolque, hice ya dentro del recinto las maniobras pertinentes y algunas más de la cuenta, nunca fui un experto manejando remoques marcha atrás. Al fin logré situarlo en el lugar adecuado. Reclamé la presencia de la compradora, a mi lado y cuál general que manda formar a su tropa dije con el énfasis que ameritaba el momento: ¡Señora, póngase aquí a mi lado y goce de lo que usted ha comprado, y va honrar sus cuadras! La tomé afectuosamente por los hombros, la apreté contra mí y cuando los dos, sin pestañear, fijábamos la mirada en la parte trasera del remolque, grité: Serafín abate ese portón. Mi socio como si de fiel escudero se tratara, cumplió inmediatamente la orden recibida. En mi léxico no hay palabras para describir las caras que se nos quedaron a Serafín y a mí. El remolque estaba vacío. Allí no había ni rastro del cerdo que habíamos cargado en el cebadero. La señora se destornillaba de la risa, mientras yo no salía de mi asombro. Pálido como la muerte. Cara de imbécil retorcido. Inmediatamente me hice cargo de la realidad, de la cruda y grave realidad y llamé a todos los cuarteles de la Guardia Civil de los pueblos por dónde habíamos pasado, poniendo en su conocimiento lo sucedido. «Un cerdo de ese tamaño, suelto en carreteras comarcales y vecinales, en una tarde otoñal y solariega, peligro de máxima gravedad. De inmediato iniciamos el recorrido de vuelta.A los pocos instantes suena el teléfono de Serafín. Contesta y observo que discute con alguien. Le pregunto, me dice que es su hermana que le comunica que se le han escapado los cerdos que tenían en la cuadra de su casa. Vuelvo a preguntarle que cuántos, me contesta que uno. Insisto, pregúntale si es macho. Me responde afirmativamente. Dile que entre en vuestra cuadra y que compruebe si están todos los vuestros. Al momento recibe una respuesta afirmativa. Nuestro berraco no viajó en el remolque ni cien metros. Saltó un portón de más de dos metros y se apeó. En lugar de retornar con sus congéneres se dirigió hacia pueblo y María, la hermana de Serafín que estaba dando un paseo, tomando el sol,  al verlo, pensó en principio, que era uno de los suyos. A los pocos días regresó la señora de Bandeira, esta vez con tres hombres. Volvimos a subir al travieso cerdo a su remolque y fue ella, solamente ella, la que se encargó de subirlo por la pequeña rampa y le dio instrucciones muy severas para que no se moviera. A las pocas horas recibí una llamada del feliz arribo del barraco a su nuevo destino y envuelto en una sonora carcajada me mandó este mensaje:

— Está en su nueva casa, muy feliz. En estos momentos cubriendo a una de  sus nuevas novias.

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