EL CAMINANTE Y SU PRIMO AVELINO RODRIGUEZ.

Avelino era lo menos que se podía comprar en hombre, pero su baja estatura la suplía con un privilegiado cerebro que le permitía ver en lo alto de una torre dos hormigas peleándose y escuchar el sonido de sus puñetazos. Su padre, el tío Julio, era hermano de mi madre. Avelino quedó huérfano a una edad muy joven. Embarcó para América y a su regreso contrajo matrimonio con una bellísima joven, Julia, hija del tío Currucho y la tía Consuelo, con los que también mi padre tenía lazos familiares. Regentaban ambos, a mediados del siglo pasado un restaurante donde servía con elegancia proverbial menús muy variados y sofisticados, aprendidos en el Nuevo Mundo. Era tan genial, mi primo Avelino, para defender su negocio que, en más de una ocasión llegaron clientes a su comedor con la intención de comer un pollo, de lo de antaño y él responder: «No hay problema señores, ningún problema», Ir al corral matar el pollo, dar instrucciones a su esposa y, o a su madre, la tía María do Cabo, entretener él a los clientes brindándole todo lo que sabía que encantaba a los comensales y sin que éstos profirieran la mínima queja por la espera, servirles lo solicitado que superaba con creces todo lo que podían desear. Pero donde Avelino se manifestaba a plenitud, era en el ejercicio del deporte venatorio. Ahí radicaba nuestra mayor afinidad. Él nunca tuvo perros buenos de caza, lo contrario que en mi casa, que, por ser todos cazadores, siempre tuvimos buenos canes de rastreo y seguimiento. Cuando Avelino tenía la ocasión, eran muy escasas, de disfrutar en el campo, me llamaba. Yo no tenía más allá de seis a siete años. Me decía, a la vez que me regalaba un caramelo, casi siempre de café con leche: «Pepiño, llama los perros y vamos a matar un par de perdices» Yo que estaba más ilusionado que él por salir con los perros, inmediatamente los reunía y nos lanzábamos a la procura de «un par de perdices». Solo lo hacíamos en eso, en la ilusión del proyecto, porque las patirrojas, cuando Avelino les disparaba, se marchaban más vivas que antes de los disparos. ¡Los disparos! Esa era otra. Mi querido primo, inteligente, diligente, comercial, sin haber estudiado ni una línea de marketing, como cazador era, no te enfades Avelino, una auténtica calamidad. Yo conocía mis perros y sabía cómo y cuándo tenían la pieza delante de los hocicos. Le avisaba: «Atento Avelino, ahí están las perdices» Él me decía: ¡»Adelante Pepiño, manda entrar a los perros» Yo así lo hacía. Avelino cuando veía salir volando a las raudas avecillas, daba un salto, caía de rodillas, al mismo tiempo que los montes repetían el eco de dos disparos. Más que una escena de caza, aquello semejaba una carrera de perdices que esperaban, para salir volando, el disparo del juez de turno. Fueron muchísimas las veces que acompañé a mi querido primo de caza, si acaso cobrábamos algún conejillo despistado, pero no recuerdo haber colgado en mis perchas ni una perdiz. Eso sí, comí muchos caramelos y me divertí mucho con él. Podría contar cientos de anécdotas compartidas por los dos, tanto en la caza como cuando me mandaba con sus vacas a la Besada o cualquier otro prado. En alguna ocasión volveré a compartir momentos vividos con mi entrañable primo Avelino y con su madre la tía María do Cabo, que nunca me daba los «Reyes» y yo le correspondía con una canción de la que solo reproduciré el principio por respeto a que era mi tía: «Canteichos os Reyes María do Cabo…..

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