
Las personas que nacieron a finales del siglo diecinueve tuvieron que reinventarse continuamente. Sobre ellos pesaban las tradiciones con todas sus reminiscencias del siglo que agotaba su periplo. Por otro lado comenzaban a llamar a las puertas las inquietudes propias del nuevo siglo que se asomaba intentando imponer nuevas actitudes. Con los albores del veinte, las gentes mostraban diferentes maneras de entender la vida. Además del caldo de cultivo que hervía en los cerebros políticos, los intelectuales también sentían la necesidad de alumbrar sus revolucionarios modelos culturales.
En el año 1897, a punto de finalizar el siglo diecinueve, nació en Beariz un hombre que desde su más tierna juventud comenzó a sentir la necesidad de ganarse la vida por sí mismo. Antes de cumplir los diez años comenzó a trabajar de aprendiz de cantero, oficio en el que terminó siendo un consumado maestro. Tan cierto es lo que digo, que aún hoy en una entidad bancaria de Zaragoza, en el viaducto de Teruel y en el hito que delimita las provincias de Teruel, Cuenca y Valencia, por citar algunas muestras, son testigos silenciosos, pero elocuentes, del artístico manejo de, arte de trabajar la piedra de Manuel Balboa Candedo. De carácter indomable, era exigente, primero consigo mismo y por empatía, con los demás, hasta extremos impensables. Llevaba yo casado cinco años y tenía dos encantadoras hijas. Él, entre partos y abortos había engendrado once. Tenía obsesión por dar continuidad al apellido Balboa y, después de tantos hijos, el que no desapareciera su apellido, dependía de mí. Un día, mirándome a los ojos y con la seriedad que le caracterizaba, me dijo: «No sé para qué tantos estudios y tanta inteligencia, si no eres capaz de tener un hijo varón. Cualquiera de mis obreros tienen niñas y niños, y tú no eres capaz de regalarme un muchacho.»Así era él, hijo de su tiempo. El destino quiso que naciera un varón que llevara con orgullo su apellido y él, mi padre, nunca lo supo. El Alzheimer le impidió reconocerlo, incluso le quitaba los juguetes y se los escondía. Cuando yo le decía: «Papá, este niño es Jorge Balboa Toledo, tu nieto el que va llevar tu apellido, lo que tú tanto deseabas». Él me respondía, mirándome con la vista perdida: «Oh, si fuera mi nieto…» Nunca se podía saber lo que pasaba por su mente, ni un gesto de ilusión, ni una sonrisa, nada, solo el vacío. Tres años compartió muchos momentos con su ansiado nieto y nunca supo de su existencia. En recuerdo a él escribiré y daré con sumo placer, mi trabajo para que la ciencia investigue y la mente humana pueda disfrutar de las grandes y pequeñas cosas que la vida le regale.