Hace muchos años. Allá por la década de los setenta, vivíamos en Sevilla. Entre mis múltiples aficiones estaba la de la caza. En cuanto tenía la oportunidad, con mi escopeta y mi perra, al igual mi padre, nunca quise tener perro, por aquello de la confusión de …»es el perro de Balboa…» y no saber a quién se referían, me marchaba al monte. Con ello cumplía varios quehaceres, ejercicio, ver trabajar a mi perra Morita y llevar alguna pieza para cambiar los menús que preparaba mi esposa. Que por cierto, cocinaba maravillosamente bien. Un día me invitaron a una cacería en una finca situada en el término municipal de El Garrobo. El dueño nos pidió que si veíamos algún zorro, que le disparásemos, ya que abundaban tanto que no dejaban un perdigón o conejo en el monte. Al asomar en una vaguada, salió corriendo al otro lado un zorro, a mucha distancia, pero por aquello de darle gusto al gatillo le disparé. Tan mala suerte tuvo el pobre raposo que uno de esos perdigones guía, que nunca se sabe hasta dónde pueden alcanzar, le dio en la cabeza. Anduvo unos metros más y se cayó redondo. Como me hacía ilusión que me confeccionaran un gorro como el de Davi Crockett, pedí que lo cargaran en mi coche y me lo llevé a casa. Al día siguiente le dije a mi esposa lo que tenía en el maletero del coche y fue tal la regañina que me echó que, para evitar males mayores, le pedí a mi hija Beatriz y a Toñi, una amiguita suya, que siempre estaba en casa, que bajaran al garaje y se llevaran el zorro a un solar que había no muy lejos de donde vivíamos. Se me quedaron mirando, sin pronunciar palabra, aunque sus ojos lo decían todo. Saqué cien pesetas del bolsillo y se fueron corriendo locas de alegría a cumplir el encargo. Al poco tiempo se presentan las dos chillando y rascándose como poseídas del Demonio. Su madre les preguntó la razón de aquel desasosiego. Las niñas que por entonces debían andar por los trece y quince años, señalaban sus cuerpos. Fue entonces cuando María del Pilar, se dio cuenta que la ropa de las jóvenes breaban de pulgas que se las comían. El zorro estaba muerto pero sus pulgas seguían entre su pelaje hasta que encontraron la sangre joven y cálida de Toñi y Beatriz no lo abandonaron. Han pasado unos cuarenta y cinco años y hasta hoy, tanto Toñi, felizmente casada con Manuel Candedo, viviendo en México y Beatriz, esposa de Carlos López, en Madrid, si las quiero sentir rascarse y saltar, solo tengo que recordarles el zorro que traje de las Pajanosas. Fueron las cien pesetas más saltarinas que gasté en mi vida.